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Los desilusionados de la democracia

Las encuestas empiezan a mostrar la disconformidad de la sociedad con un sistema que no representa ni respeta a las minorías.
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25 de septiembre de 2018 a las 05:03

En recientes notas, El Observador se hace eco de encuestas de opinión que muestran que 30% de la sociedad cree que sería mejor un gobierno totalitario que uno democrático o al menos le resulta indiferente la legalidad del gobierno mientras “le resuelva los problemas”. 
Una primera reflexión. Cuando el ciudadano elige a alguien para que le solucione sus problemas está delegando su libertad. La falta de confianza en las propias capacidades, el miedo al futuro, la negación de culpar a los demás por los propios problemas y demandarles una indemnización por esa supuesta culpa, lleva al individuo a votar por quienes encarnan la reivindicación de todas sus frustraciones y fracasos, generalmente sin haber intentado resolverlos por su cuenta. 

Ese descontento sin intento, esa falta de seguridad en las propias fuerzas, es la materia prima de los tiranos, la tierra fértil de las dictaduras y la opresión. Quien elige a un gobernante para que “le resuelva los problemas” en rigor está eligiendo un nuevo amo. El único derecho que le queda luego de emitir su voto, es volver a su casa mansamente a esperar su suerte, que acaba de delegar irreversiblemente en la urna.
La deseducación deliberada de la juventud y la masificación igualadora del sindicalismo prepotente tienen justamente como propósito la producción de individuos sin confianza en sí mismos y sin herramientas para conducir su propia vida, como si existiera un plan diagramado para desembocar en el borreguismo. Convendría meditar sobre la gravedad del concepto de elegir a un político para que le resuelva sus problemas o le cumpla sus sueños a cada uno, por otra parte un imposible absoluto en cualquier organización humana o de cualquier tipo. Un camino seguro a la desilusión y al vasallaje. 

Este fenómeno - con formatos y explicaciones múltiples- no es exclusivamente local sino que ocurre en otras sociedades, con gobiernos y sistemas diversos, con ideologías variadas, con grados distintos de bienestar y riqueza. Estados Unidos es un buen caso de estudio. El electorado americano elige a Trump, primero como un paracaidista que invade al partido republicano, patea a sus candidatos, agrede a su sistema interno y a los políticos clásicos, los apabulla con su dinero y caricaturiza la plataforma tradicional. Y luego se impone en la elección nacional con votos de un mosaico de sectores disconformes con el sistema, con el mundo y con la vida. 
No es diferente lo que ocurrió con el Brexit, ni lo que seguirá pasando en Barcelona, ni con los intentos ridículos independentistas de Escocia o la payasesca ocurrencia de Italia de querer regresar a la lira, como fue ridícula la pretensión griega de estafar varias veces a sus acreedores y luego querer salir del euro, que terminó con una claudicación patética del partido mayoritario. 
En la matemática democrática todas esas expresiones no sólo son legítimas y respetables, sino que son vinculantes. Comprometen y afectan a toda la sociedad, a riesgo de quitar derechos. La mayoría, equivocada o acertada, pasa a tener la razón y el poder. Al haberse llegado a un contexto en el que todo se discute todo el tiempo, ese sesgo absolutista de la democracia termina generando grietas siempre insalvables, siempre lesivas, siempre imperdonables, siempre inolvidables y siempre abiertas. 
Con el bajo perfil, la sobriedad y su estilo bucólico propio, Uruguay también se enfrenta a esas problemáticas. El gobierno del Frente Amplio acompañó esa necesidad de amparo de un vasto sector, la convalidó y pudo satisfacerla gracias a una circunstancia exógena excepcional. Pero tomando los ingresos de otros sectores como una alcancía de la que se podían sacar recursos infinitos. Eso empeoró cuando dejó de llover maná, y sólo quedó como fuente de ingresos el capital, el producido y el ahorro ajenos. 

Una parte de la sociedad está disconforme -sin razón- con lo poco que recibió en el reparto, y otra parte esté enojada -con razón - por lo mucho que se le sacó. A eso debe agregarse otras cuestiones de gestión-ideología, como la violencia y la inseguridad, que si bien no aparecen como decisorias al votar, sí se muestran en la queja y la disconformidad cotidiana. 
El punto central es sin embargo, otro. El concepto casi excluyente de que la democracia implica meramente el ejercicio de una elección. Una decisión. La capacidad de elegir. Esa idea, mezclada con la ideología y la política del Frente, termina chocando con otro concepto, en opinión de la columna más trascendente: el respeto por las minorías. Y ese respeto por las minorías no está dado por las formas, ni siquiera por el diálogo cordial, ni por un debate teórico que terminará en la aprobación inexorable de lo que quiera el gobierno. 

Con el bajo perfil, la sobriedad y su estilo bucólico propio, Uruguay también se enfrenta a esas problemáticas. El gobierno del Frente Amplio acompañó esa necesidad de amparo de un vasto sector, la convalidó y pudo satisfacerla gracias a una circunstancia exógena excepcional. Pero tomando los ingresos de otros sectores como una alcancía de la que se podían sacar recursos infinitos.


Está dado por los controles que tenga el sistema. Los controles constitucionales, legales, judiciales y políticos. Que la mayoría imponga por su sola voluntad un tributo, una política exterior, un mecanismo salarial, un criterio jurídico abolicionista ¿es democrático? El Frente, por su propio formato, aplica una especie de ley de lemas propia, como si nunca hubiera sido derogada. Y su funcionamiento interno, donde no rige precisamente el concepto de mayorías, hace que el debate legislativo haya sido hasta ahora un debate interno, no un debate de la sociedad. 
Eso se choca con el principio de respetar a las minorías. No en lo formal, sino en los sistemas de control en la formación de leyes y toma de decisiones. La democracia de partidos -que no son imprescindibles, salvo para la izquierda que no concibe la vida sin un partido lo más único posible-es la figura más cuestionada a la luz de los resultados electorales en tantos países. Y eso es más válido cuando varios partidos se terminan uniendo en una coalición multicolor, los que los transforma en usinas colectoras de votos, un lema, simplemente. 

A esto hay que agregar que -a diferencia de otras democracias- con el Frente se ha plasmado la idea de que las bancas son del partido, de que los legisladores son meros ballots, que no pueden votar sino como el partido manda, y peor, como la alianza frentista quiere. Nada más lejano del concepto de contralor y de representatividad de las voluntades populares. Nada más cercano al autoritarismo partidario. Finalmente, no cambia demasiado si el autoritario es un solo individuo o un partido. Hay una negación flagrante de democracia en ese concepto que repugna a las libertades. Cuando se habla de asegurar la gobernabilidad, ¿no se quiere decir asegurar la unanimidad?
Por eso, cuando las encuestas dicen que al 30% le da lo mismo si gobierna una dictadura que un gobierno democrático, tal vez no están indicando que ese porciento de la sociedad añora un gobierno uniformado con marchas militares, presos y muertos. Tal vez está comparando dos modelos que considera autocráticos. “Nosotros, el pueblo”, la frase del preámbulo de la carta magna americana que per se constituye una constitución, fue reemplazado en otros países por “nosotros, los representantes”.

A esto hay que agregar que -a diferencia de otras democracias- con el Frente se ha plasmado la idea de que las bancas son del partido, de que los legisladores son meros ballots, que no pueden votar sino como el partido manda, y peor, como la alianza frentista quiere.

En un refinamiento del manoseo de los políticos, luego se reemplazó por “nosotros los partidos”. Uruguay parece creer que puede todavía dar una vuelta de tuerca más: “nosotros el Frente”.
Tal vez lo que dicen las encuestas se puede sintetizar de un modo muy simple: “queremos volver a ser nosotros, el pueblo”. La incompatibilidad entre la izquierda trotskizada y la democracia se nota, se ve debajo de las forma. Como cualquier otro disfraz. 

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