Vivimos rodeados de sensores. Aunque no los veamos, están en todas partes. Desde los acelerómetros que detectan nuestros pasos en el teléfono, hasta las cámaras de seguridad en las calles, los medidores de calidad del aire, los sensores de humedad en sistemas de riego, los micrófonos en dispositivos inteligentes, los termostatos en edificios, los radares en autos, y los detectores de movimiento en fábricas. Son trillones. Nunca en la historia de la humanidad hubo tantos ojos, oídos y sentidos distribuidos por el mundo, funcionando las 24 horas del día, enviando sin pausa datos sobre el entorno. Y, sin embargo, esa información no la vemos, no la usamos, no la entendemos.
El dato está. Lo que falta es el puente. Durante mucho tiempo, el problema fue la recolección. Había que inventar los sensores, producirlos, instalarlos. Hoy, ese desafío ya no existe. El mundo ya está sensorizado. Ahora el problema es otro: saber qué hacer con todo eso que registramos. Porque la mayoría de esos datos no se procesan, no se almacenan, no se interpretan. Se pierden. Y dentro de ellos está el verdadero conocimiento. Está, por ejemplo, la detección temprana de una falla mecánica antes de que explote una máquina en una planta industrial. Está la advertencia de que una persona camina de forma inestable y podría caerse. Está la señal de que un motor consume más energía de lo que debería, o que una puerta se abre más veces de lo esperado en un quirófano. Cada sensor genera un dato, y cada dato es un pedazo de realidad que podría convertirse en una decisión, en una acción o en una advertencia. Pero solo si alguien, o algo, lo interpreta.
Y aquí entra una nueva etapa. Una etapa crucial. No es una más: es una bisagra. La bisagra entre el mundo físico, lleno de cosas, cuerpos, temperaturas, ruidos y movimientos, y el mundo virtual, donde se almacenan, procesan y analizan los datos. Hasta ahora, estos dos mundos coexistían, pero de forma desconectada. El físico seguía generando señales, y el virtual las ignoraba o las interpretaba demasiado tarde. Lo que hoy sucede -y esto es lo disruptivo- es que empieza a consolidarse ese eslabón que los une. Ya no se trata de una hipótesis o de un laboratorio. Ya ocurre. Y ocurre gracias a la inteligencia artificial que ahora empieza a interpretar en tiempo real esos datos físicos. No para generar un reporte una semana después, sino para tomar decisiones en el momento. Para actuar.
Un ejemplo sencillo: una cámara en una esquina puede grabar durante semanas y nadie va a mirar esas grabaciones. Pero si a esa cámara se le añade una inteligencia que interpreta lo que ve, puede detectar un accidente, un vehículo que se desvía, una persona que cruza mal y emitir una alerta al instante. Y eso no es todo: además, ese dato, esa detección, queda registrada y se convierte en parte del entrenamiento de la propia inteligencia artificial, ayudándola a ser mejor la próxima vez. Es decir, los datos sirven en dos niveles: uno inmediato, para actuar ahora mismo; y otro a largo plazo, para alimentar y entrenar los sistemas que van a entender mejor el mundo físico en el futuro.
Esto nos lleva a un momento clave en la historia de esta tecnología. Así como en el siglo XVIII Joseph Marie Jacquard creó un telar que funcionaba con tarjetas perforadas, un invento que permitió automatizar patrones de tejido y que, sin saberlo, dio origen a la lógica de programación moderna, hoy estamos frente a un invento igual de importante, pero invisible. Invisible porque no se trata de una máquina gigante, sino de una forma nueva de interpretar el mundo. Es como si los trillones de sensores fueran instrumentos musicales que tocan todos a la vez, pero nadie los escucha. Y de repente aparece una inteligencia capaz de leer esas partituras y dirigir esa orquesta. Es el paso de la simple recolección al entendimiento. Y eso cambia todo.
Una empresa puede ser ejemplo de esto, como lo es Archetype AI, que desarrolló un sistema llamado Newton capaz de interpretar datos de sensores y transformarlos en información útil. Crearon un concepto llamado “Lenses”, lentes digitales que pueden enfocarse en tareas específicas como detectar accidentes, mejorar el rendimiento de un corredor o prever fallas en turbinas. Pero el punto no es el nombre comercial. Lo fundamental es que este tipo de soluciones ya existen y empiezan a demostrar que el verdadero poder de la inteligencia artificial no está solo en escribir textos o generar imágenes, sino en leer el mundo, en tiempo real, con todos sus matices físicos.
Y lo que esto habilita va mucho más allá de la eficiencia. Se trata de una nueva capa de conciencia que se agrega al entorno. Un edificio que "siente" cómo se usa el espacio. Una máquina que "sabe" que se desgasta. Una ciudad que "detecta" que hay un cruce peligroso. No es magia ni ciencia ficción. Es la consecuencia de haber pasado de la escasez de datos a la abundancia total. Y ahora que los datos sobran, lo que escasea es la interpretación. La solución no está en recolectar más, sino en interpretar mejor.
Entramos en una nueva fase, donde la inteligencia artificial deja de ser un asistente de oficina o un generador de imágenes, y se convierte en un sistema nervioso distribuido que le da sentido al mundo físico. Esta transformación es profunda. No es un accesorio. Es una infraestructura nueva que empieza a emerger. Y como en todo momento bisagra, lo difícil es verlo en tiempo real. Pero ocurre ahora mismo, en este instante, en cada sensor que mide algo mientras tú lees esto.
Las cosas como son
Mookie Tenembaum aborda temas de tecnología como este todas las semanas junto a Claudio Zuchovicki en su podcast La Inteligencia Artificial, Perspectivas Financieras, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.