La importancia de Rico Tipo es difícil de subestimar. Creada por Divito en 1944 y un éxito de ventas casi instantáneo, desde su primer número y hasta su desaparición en 1972, esta revista supo ser el hábitat natural de los mejores escritores y dibujantes del humor argentino: es más fácil guglear que bosquejar siquiera una lista de todos los que publicaron allí sus trabajos. Desde luego que no resultaba sencillo para ninguno de ellos hacerle algo de sombra al propio Divito, el creador de las famosas chicas —dibujadas tanto en las tapas como en las páginas interiores— y de toda una galería de personajes construidos a partir de ciertos estereotipos porteños (El doctor Merengue, Fúlmine, Falluteli, Pochita Morfoni, etc.). Pero lo cierto es que la Rico Tipo logró convertirse a fuerza de creatividad, talento y audacia en una influencia cultural insoslayable en su época, una que llegó a reflejarse en el vestuario, vocabulario y no pocos comportamientos sociales.
Una de estas firmas quizás algo eclipsadas por la figura de Divito fue la de Alejandro del Prado, “Calé”, un joven y talentoso dibujante y redactor, cultor de un estilo costumbrista con el que hacía gala de la agudeza de sus observaciones y la obsesión por el detalle y calidad de sus dibujos. Aunque “Buenos Aires en camiseta” —su sección fija en la Rico Tipo— gozó siempre del favor de los lectores, fue especialmente a partir de los años ’90 cuando la obra de Calé tuvo su auge revisionista, algo que se plasmó en recopilaciones, análisis críticos y versiones teatrales de su obra gráfica.
Más recientemente y asociado en cierta forma al estilo costumbrista de Calé, llegó finalmente el momento del rescate de la obra de otro dibujante increíblemente talentoso, uno que también fue muy popular durante las tres décadas en las que desarrolló su trabajo, aunque algo olvidado luego quizás por la falta de otros artistas que continuaran por la senda de su estilo, quizás por no haber publicado nunca en aquellas tres grandes editoriales antes mencionadas: nos referimos a Luis José Medrano. Este rescate comenzó en 2005 cuando el diario La Nación publicó Grafovida, un libro de excelente calidad y presentación editado por Andrés Cascioli y Oche Califa que recopila muchos de los mejores trabajos de Medrano. Elisa, la hija menor de Luis, supervisó esta primera edición y tuvo a su cargo una segunda en el año 2010. Por su parte, Califa le dedicó un apartado a la obra de Medrano en su libro La Argentina que ríe, a la vez que colaboró como invitado en el capítulo dedicado a Calé y Medrano de ¡Plop! Caete de risa, una serie documental de Canal Encuentro dedicada a la historia del humor gráfico argentino a cargo de Juan Sasturain y Eduardo Maicas realizada en 2015.
Lo que se dice un caballero
Luis Medrano nació en 1915 y fue, para asombro de muchos de quienes se acercan a su obra, un artista autodidacta. Comenzó a dibujar profesionalmente para agencias de publicidad con apenas 17 años, y para los 20 ya tenía su propia agencia asociado a su hermano. El primer gran salto le llegó algunos años después, cuando en 1941 presentó en el diario La Nación varios dibujos en un formato de su invención, al que llamó grafodrama. Luis Mitre y Ángel Bohigas, director y subdirector del matutino respectivamente, quedaron gratamente sorprendidos por el trabajo del joven Medrano, por lo que decidieron darle un espacio diario para sus tiras. En un texto publicado el 1° de diciembre de aquel año se anuncia la aparición de los novedosos grafodramas a partir del día siguiente y se explica muy adecuadamente cuál era el tono y el espíritu que los caracterizaban: “Siempre irónicos, tendrán a veces tangencias suaves con la sátira. Siempre sobrios, se prestarán a esa colaboración con que la inteligencia del espectador completa las expresiones artísticas o literarias. Los grafodramas no buscarán la carcajada. Hasta lo grotesco será en ellos fuente de sonrisa, que es la risa del espíritu”. La cita refleja por extensión la personalidad de Luis Medrano, alguien que gustaba de verse como el arquetipo del porteño de su época: un “caballero cordial, mundano y elegante”. Y también hace evidentes la forma en la que éste entendía su humor e, incluso, sus pretensiones literarias. Medrano era también un excelente redactor y, en una decisión al menos curiosa para su época, en 1962 no dudó en viajar a Estados Unidos para estudiar periodismo en la Universidad de Indianápolis.
Los grafodramas fueron un éxito instantáneo entre los lectores y se publicaron ininterrumpidamente hasta la muerte del autor en 1974. Fueron también los exponentes de un género único, invención y desarrollo de un solo cultor, sin imitadores o continuadores de esa fórmula que en su versión más pura (sólo muy esporádicamente Medrano aplicaba algún tipo de variante mínima a sus grafodramas) consistía en una tira de un dibujo en un único cuadro, siempre con una palabra o frase corta al pie que completaba el sentido de la humorada. En ese juego entre las situaciones que el dibujo mostraba a todo lo ancho y la frase escrita estaba quizás el secreto del talento de Medrano: podría tratarse de un apunte algo lateral, de una explicación lógica o a veces contraintuitiva, pero cualquiera puede hacer la prueba y tratar de adivinar la frase mirando sólo el dibujo. Descubrirá entonces que es casi imposible, que el resultado del grafodrama es siempre escurridizo, que hay una suerte de juego de la escondida en el que el sentido es siempre un derecho que el autor se reserva para sí en una oferta que el lector nunca puede rechazar.
Como apuntábamos antes, en los grafodramas de Medrano se puede detectar cierto costumbrismo que lo puede asociar al estilo de Calé, pero al observar los dibujos de ambos queda la sensación de que esa palabra no muy prestigiosa les queda chica, tanto en términos de la expresión gráfica como por la agudeza y profundidad de sus observaciones. En el caso particular de Medrano, en más de 30 años de grafodramas hubo espacio para la escena costumbrista, sí, pero también aparecen retratados la política, el deporte, el espectáculo, las relaciones sociales en el sentido más amplio: los negocios, el trabajo, las diversiones, la familia y la vida amorosa. Hay seguramente un enfoque más centrado en el público de clase media, que es tanto el ideal de la sociedad argentina de la época como el lector modelo de La Nación. Pero Medrano demuestra que, como buen caballero mundano que pretendía ser, no hay clase social ni escenario que le resulte ajeno. Los barrios más alejados del Centro, los suburbios e incluso el campo, los clubes de tenis y polo, las canchas de fútbol del Ascenso, el boxeo en el Luna Park, los caballos en Palermo, La Plata y San Isidro, todos tuvieron su lugar en sus tiras.
De todos modos, la obra de Medrano es aún más vasta y compleja. Quizás intentando emular a Divito, en 1946 lanzó su propia publicación: la revista Popurrí, un típico semanario de la época dirigido mayormente al público masculino y sus intereses: política, actualidad, deportes, espectáculos y humor. Entre los colaboradores de la revista no faltaron firmas prestigiosas como las de Arturo Cancela, Conrado Nalé Roxlo y Manuel Mujica Láinez por lado de los escritores, o Landrú, Fantasio y los jovencísimos Garaycochea y Quino entre los dibujantes. Pero lo que sí faltaron fueron anunciantes y público para una propuesta de un estilo quizás demasiado anglo o moderno para el medio local, por lo que la vida de Popurrí se limitó a algunos números aparecidos en aquel 1946 y a otros publicados entre 1955 y 1956.
Infatigable y cargado de proyectos, Medrano colaboró en muchas otras publicaciones periódicas. Infatigable y cargado de proyectos, Medrano colaboró en muchas otras publicaciones periódicas.
Infatigable y cargado de proyectos, Medrano colaboró en muchas otras publicaciones periódicas. Por ejemplo, con la revista Argentina, en donde publicó en 1949 varias notas humorísticas con textos y dibujos suyos, muy de su estilo entre amable y filoso. Pero la que es seguramente su colaboración más recordada es su “Galería Contemporánea”, una serie de ilustraciones aparecidas entre 1951 y 1952 en la revista PBT, un semanario de interés general al servicio de la maquinaria propagandística del peronismo. Basta recorrer las páginas de un número cualquiera de PBT para entender el tenor de la prensa del régimen: las consabidas notas de actualidad, deportes y espectáculos, la mayoría de ellas firmadas con seudónimos, pero siempre en un tono combativo que exalta la infinita bondad de Perón, su movimiento y sus ideas y la maldad desproporcionada de sus opositores. Entre textos que atacan la política exterior y el modelo capitalista de Estados Unidos, defienden la tercera posición peronista o celebran el inminente éxito del Proyecto Huemul que convertiría a la Argentina en una potencia energética sin par (y que poco después se revelaría como un fiasco de lo más tragicómico), llama la atención encontrar los dibujos humorísticos de Lino Palacio (bajo el seudónimo de Flux) y la Galería del siempre mesurado Medrano que, en una primera interpretación, parece igualmente volcado a la propaganda oficial.
Pero como suele suceder en la obra de Medrano, nunca la primera lectura es la definitiva: superada la sorpresa inicial, lo que se puede observar en estos increíbles dibujos panorámicos —repletos de detalles y acciones en distintos planos, con perspectivas novedosas y técnicamente muy desafiantes, con un obsesivo afán por la reproducción fiel de los distintos escenarios públicos de la ciudad de Buenos Aires— es que el Contreras, el muy ofendido y gorila protagonista principal de la serie, puede ser tanto un objeto de merecido escarnio como un héroe solitario en silenciosa resistencia contra las masas y la potencia abrumadora de la maquinaria estatal peronista.
El Contreras tiene cosas del prototipo del personaje medranesco: un señor de mediana edad, calvo o en situación de transición hacia ese estado, con una mujer que hace juego con sus redondeces. Pero el Contreras se distingue por sus señas particulares: una sempiterna cara de culo (producto de su gorilismo o porque sí), un estado de escándalo o repulsión por el panorama que lo rodea, las manos enguantadas que evidencian su condición adinerada siempre que lo veamos fuera de su hábitat natural (porque también podemos verlo en su petit hotel, en el despacho de su empresa o a bordo de su yate) y unas ganas locas de ilusionarse con una probable invasión de las tropas americanas o, incluso, con una revolución comunista: resulta casi enternecedor verlo casi desaforado en su ventana, celebrando el paso del auto rojo con parlantes del PC, que arroja panfletos contra el gobierno ante el evidente disgusto de los peatones y del personal doméstico que deberá luego barrer el enchastre.
Siempre inteligente y ambiguo, Medrano ubicó entonces en las entrañas mismas del monstruo peronista a un símbolo de la resistencia. Es un símbolo odioso, claro está, un héroe repugnante pero héroe al fin, que no teme en su exposición pública, en sus modos y en sus movimientos —siempre solitarios, siempre a contramano de la felicidad y los deseos de las mayorías representadas en la Galería— dejar constancia de su oposición a semejante aberración política y social.
Alpargatas y almanaques
A modo de cierre de esta breve reseña de la obra de Luis Medrano no podemos dejar de mencionar la colección de 29 témperas que hoy se conservan y exhiben en el Museo Las Lilas de Areco, 27 de las cuales aparecieron en los almanaques de la empresa Alpargatas de los años 1946 y 1947 (algunas de ellas son adaptaciones o trabajos originales para la versión uruguaya del almanaque). Estas témperas son, al igual que las ilustraciones del Contreras, un increíble trabajo de color y composición a cargo de Medrano, con el mismo grado de sutileza y atención por los detalles aparentemente más nimios. Pero también forman un conjunto que funciona como una admirable síntesis gráfica de la sociedad porteña de los años ’40 y ’50. Es quizás una representación fiel y muy abarcadora de aquella ciudad y aquellas generaciones de nuestros abuelos, cuando nuestros padres eran chicos y estaban sellando en sus memorias todo aquello que luego nos transmitieron. Nosotros mismos crecimos viendo aquellas formas urbanas, algunas preservadas y otras totalmente cambiadas o desaparecidas; pero también nos queda el recuerdo de las casas de barrio, tipo chorizo si eran de principios de siglo, con patio central y galería si eran más recientes, que quizás luego se convertían en PH si la nena se casaba y decidían construir arriba, o que quizás se demolieron para hacer los edificios a los que se mudaron nuestros padres cuando llegamos nosotros. Puede pasar incluso que hoy vivamos en un PH como el de nuestros abuelos, reciclado, eso sí, sin los macetones de formas irregulares, los jaulones o peceras, los cuartitos llenos de cachivaches como los calentadores Primus o las estufas a kerosén.
Vemos en los almanaques de Medrano una representación burlona y muy cariñosa de las costumbres y los comportamientos de la sociedad de una época que, por distintos motivos, se empeña en presentarse como un ideal y un paraíso perdido. Una sociedad en la que prevalecían las actividades masculinas: no sólo el trabajo y los negocios, sino también el tango, el fútbol, los burros, el cafetín, el club social. Aquella era una socialización grave, de rostros adustos o melancólicos, la expresividad y el talante que nuestros abuelos heredaron a su vez de sus mayores, eso que Borges representó en sus cuentos de orilleros y compadritos y Bioy en El sueño de los héroes: es sabido que, a fin de cuentas y por más que lo neguemos, todos queremos ser un poco como nuestros viejos. Aquellos porteños tangueros y escolaseros, que se juntaban a recordar al Morocho Inolvidable en la victrola y que se pasaban por alto la hora de volver al hogar con la patrona y los hijos, sólo se permitían sonreír en ocasiones muy específicas: en la escapada con los amigotes a una cantina de La Boca, en la playa de la Mar del Plata accesible a la clase media o en la fiesta familiar de Navidad y Año Nuevo, con el brindis, el pan dulce y la llamada a las 12 a los amigos y familiares ausentes. Una imagen, esta última, que en los últimos 70 años se adaptó a mil cambios sociales y conservó su esencia casi inalterada.
Aquella era una socialización grave, de rostros adustos o melancólicos, la expresividad y el talante que nuestros abuelos heredaron a su vez de sus mayores. Aquella era una socialización grave, de rostros adustos o melancólicos, la expresividad y el talante que nuestros abuelos heredaron a su vez de sus mayores.
Hay también en los almanaques de Medrano una oposición divertida entre la ciudad y el campo, un gaste amable entre el pueblero que pasa vergüenza en el barro y el pajuerano que se sorprende al visitar la gran ciudad por los festejos de la Semana de Mayo. Pero también está el barrio suburbano que el tren eléctrico acercó a la capital, los techos rojos de tejas que llevan al tipo que se compró herramientas para su jardín y es el único que parece estar contento entre los pasajeros que se amargan leyendo el diario. Y vemos también que el fútbol se vivía en ese entonces como ahora y como al principio de todo: no como un entretenimiento o una diversión, sino como un fenómeno social desbordante, como una práctica rígidamente codificada que implicaba una dosis nada menor de peligro físico, y que lo mejor que podía entregarle al espectador no era tanto una alegría cada tanto sino más bien la explosión —catártica, llena de bronca y desahogo efímero— de un gol del equipo de sus amores.
En definitiva, con el peronismo como telón de fondo inevitable —tanto en la realidad representada como un factor social y político condicionante en la producción del autor—, la obra de Luis Medrano es un punto muy alto y una referencia ineludible para recuperar y entender aquel modelo de sociedad argentina que ya había absorbido e integrado a la inmigración y que había conocido el progreso social y el igualitarismo de la mano de un régimen autoritario, cuyo legado maldito sería una tensión política que se volvería intolerable con el paso de los años al punto incluso de destruir las bases mismas del progreso social y de desembocar en la violencia más irracional. La edad de oro de la historieta y el humor gráfico argentino es probable que sea entonces aquel recuerdo feliz incrustado en la memoria de las generaciones precedentes y un modelo de país que hoy sabemos perdido, pero que a pesar de todo nos empeñamos tercamente en recuperar con afán proustiano.