21 de marzo 2025 - 9:03hs

Me llamo Nicolás y soy un adicto. Consumo cuando quiero, pero también cuando no quiero. Consumo porque lo elijo, pero también porque lo eligen mis amigos. Lo que prometía liberarme del aburrimiento se convirtió para mí en una cárcel. Soy un adicto, y el primer paso para curarse es reconocerlo. El segundo, es apagar el iPhone.

A partir de 2010, psicólogos y educadores empezaron a notar una tendencia preocupante entre jóvenes y adolescentes. Los casos de trastornos emocionales se disparaban. No en una región en particular, tampoco en una etnia o grupo socioeconómico específico. Era una tendencia que estaba afectando a una generación entera. Entre 2010 y 2020 los casos de depresión clínica entre adolescentes aumentaron 161% entre varones y 145% entre mujeres. Los diagnósticos de ansiedad crecieron 140% y las admisiones en hospitales por caso de daño autoinfligido casi se triplicaron entre niñas adolescentes. Los casos de suicidio crecieron un 91% en varones y un 167% en mujeres. Una generación entera estaba siendo víctima de una pandemia psicológica. Una pandemia que empezó la tarde del 29 de junio de 2007.

La generación Z es la generación nacida a mediados de los noventa. Son los jóvenes que estaban entrando en la pubertad cuando en junio de 2007 Apple cerró sus locales a las dos de la tarde, para prepararse para reabrirlos a las seis y lanzar el primer iPhone. Fue la primera generación que entró en la etapa más formativa de la personalidad del ser humano con un smartphone en la mano.

En su libro The Anxious Generation, publicado en 2024, Jonathan Haidt busca una explicación para la crisis de salud mental que explota entre los jóvenes de forma marcada a partir del 2010. Para Haidt la explicación es doble: la generación Z es una generación que fue sobreprotegida en el mundo real, y subprotegida en el mundo virtual.

En el mundo real, empezamos a construir ambientes lo más seguros que fuera posible para nuestros hijos, en lugar de tan seguros como fuera necesario. Protegimos a los chicos de los golpes, las caídas y los riesgos naturales del juego, pero al mismo tiempo de las frustraciones, desilusiones y episodios de vergüenza propios de las dinámicas de grupo y que forjan nuestra personalidad y resiliencia. Estas actitudes, de motivación noble y con el deseo de cuidar a nuestros hijos, lograron en muchos casos los efectos contrarios.

En el mundo virtual la aparición del smartphone en 2007, y su integración con las redes sociales a principios del 2010 rediseñaron por completo la manera en que la sociedad, pero especialmente los adolescentes de esa época, se relacionan. A los mismos niños que blindamos de la derrota en competencias deportivas y que privamos de tardes libres sin supervisión de adultos, les dimos acceso a un mundo de pornografía ilimitada, excesos de dopamina, y la posibilidad infinita de extraerse del lugar y la compañía que los rodea en cualquier momento con solo mover el pulgar. En 2020 el mundo entero conoció el distanciamiento y las burbujas sociales. La generación Z las descubrió cuando prendió su primer iPhone.

Esta generación atravesó la adolescencia, la etapa en que nuestras habilidades sociales se ponen a prueba y desarrollan, sabiendo que siempre podría esconderse en el anonimato para criticar a alguien. Y que si alguien lo criticaba a él o hería sus sentimientos, podía simplemente silenciarlo con un click. Cuando debieron enfrentar al mundo real y el sinnúmero de emociones que en el mundo virtual estaban ausentes, sufrieron más de lo necesario.

El avance tecnológico tiene múltiples ventajas, pero poder aprovecharlas requiere de un uso responsable y una madurez que no es uniforme para todas las edades. En muchos casos para estos jóvenes el uso (o el abuso) temprano generó más daño que beneficios. Pero de ese sufrimiento también somos responsables las generaciones que los criamos.

La generación X o los Millenials no estamos exentos del daño que el abuso del smartphone puede generarnos. Solo por un hecho histórico fuimos expuestos a estos dispositivos en otro momento de la vida, habiendo atravesado ya ciertas etapas formativas. Los índices de depresión, ansiedad o daño autoinfligido en adultos hoy no muestran los mismos patrones que entre la generación Z. Eso no significa que no suframos de alienación, falta de concentración o una aguda adicción dopamínica. Nosotros también vivimos en una guerra de múltiples frentes por nuestra atención, y la estamos perdiendo.

Aunque la exposición y el sufrimiento de las generaciones mayores no sea el mismo que el de las más jóvenes, nuestra responsabilidad para tratar esta adicción es doble.

En primer lugar tenemos una responsabilidad evolutiva. Debemos cuidar a nuestros hijos de una reprogramación mental demasiado agresiva y de nuestras propias inseguridades. Los padres sabemos que nuestros hijos solo a veces escuchan lo que les decimos, cada tanto hacen caso a nuestros retos, algunas veces entienden una lección. Pero siempre, a fin de cuentas, terminan imitando lo que ven en nosotros. Controlar el uso del teléfono es una responsabilidad hacia nuestro propio bienestar y es una condición para poder estar presentes. Pero también es una responsabilidad paternal como educadores, de mostrar a nuestros hijos que las redes sociales y la conexión permanente son optativas.

La segunda responsabilidad que tenemos para tratar esta adicción es con nosotros mismos y por lo tanto es subjetiva. Cada uno es clínico y paciente a la vez a la hora de establecer su diagnóstico.

En la Navidad de 2024 me crucé con The Anxious Generation y mientras lo leía sentí una epifanía. Con la excusa gregoriana de las resoluciones, decidí hacer cambios en mi vida. En una primera etapa silencié los mensajes y las doscientas notificaciones de portales de noticias, que más que notificaciones fueron casi siempre distracciones. Particularmente importante, borré las redes sociales. En segunda instancia, cambié mi smartphone por un Dumbphone, un teléfono como los de antes, reducido a las valiosas pero no invasivas funciones de comunicación y utilidad diaria. Por último, reincorporé regularmente una función que nuestros teléfonos astutamente nos habían hecho olvidar: la posibilidad de apagarlos.

Hace algunos meses hablé con varios amigos de un dilema que me interpelaba. Les consulté qué hacían ellos cuando terminaba su día. Mientras yo sentía que el tiempo me sobraba, a ellos no les alcanzaba para atender todos sus deseos. Muchos de ellos coincidían en que su tiempo libre era insuficiente. Yo volvía de trabajar, y dominado por el aburrimiento no encontraba otra opción que pasar horas scrolleando. Pensaba entonces que si dejaba el teléfono, que era la principal actividad que ocupaba mis noches, moriría de abulia.

El resultado fue el opuesto. Al soltar el teléfono, mi curiosidad y mis intereses renacieron como una flor liberada de la sombra. De repente las horas libres se volvieron más cortas pero mucho más ricas. Las conversaciones más intensas, y los silencios menos incómodos. Yo no estaba sufriendo de aburrimiento; yo estaba enfermo de apatía. Sin ánimo de exagerar, hoy veo esos momentos como una etapa hipnótica de la que pude despertarme.

Hoy ya no levanto el iPhone doscientas treinta veces por día, ni paso veinte horas por semana en Instagram ni TikTok. Ya no duermo con el teléfono abajo de la almohada sino que lo apago todas las tardes cuando vuelvo a casa del trabajo. Aunque superé las primeras semanas de appstinencia y ya no soy esclavo de mi smartphone, todavía me reconozco un adicto. Porque la tentación no desaparece instantáneamente y aunque uno pueda aflojarse la correa digital, somos todavía una raza domesticada. La amputación de prótesis digitales está reservada a los quirófanos de nuestra mente, donde los tiempos no son los de la medicina clásica.

Pero hoy soy optimista. Porque estoy recuperando mi vida, mis pasiones, mi conexión con mis afectos y conmigo mismo. Porque siento que volví a estar presente. Porque puedo bañar a mi hijo sin tener que scrollear con la otra mano, puedo almorzar en compañía de mis pensamientos y puedo envolverme en una novela como cuando tenía quince años.

“Desconectarse es el nuevo lujo”, dice un proverbio de nuestra época. Pero a diferencia del material, es un lujo accesible para todos, y está a solo tres letras de distancia: OFF.

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Adicciones Generación Z depresión ansiedad salud mental

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