La decisión de Donald Trump de suspender la aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA) marca un punto de inflexión en la política comercial de Estados Unidos. Con el argumento de que la ley ponía en desventaja a las empresas estadounidenses en el mercado global, la Casa Blanca justificó la medida como un esfuerzo por fortalecer la competitividad y proteger la seguridad nacional.
Desde su promulgación en 1977, la FCPA se empleó para perseguir casos de corrupción transnacional, incluyendo acuerdos millonarios con grandes corporaciones y condenas de empresarios por sobornos en países como Brasil, Sudáfrica y Catar. Sin embargo, la administración Trump sostiene que la aplicación de esta ley fue excesiva e impredecible, generando costos innecesarios para la economía estadounidense y limitando las oportunidades de negocio en mercados donde la corrupción es una práctica común.
El impacto en la competencia con China
El impacto de esta decisión es profundo y plantea un dilema central en la guerra económica entre China y Estados Unidos. En un mundo donde las empresas chinas operan con reglas distintas y la corrupción es una herramienta clave para la obtención de licitaciones en muchos países, la política de sancionar a las compañías estadounidenses por sobornos mientras sus competidores actúan sin restricciones creó un desequilibrio evidente.
Una opción fueron los mecanismos de presión, como aranceles o restricciones comerciales, para obligar a otros países a endurecer sus propias regulaciones anticorrupción. Sin embargo, ese es un camino largo y difícil, que requiere cooperación internacional y pruebas concluyentes para justificar sanciones. La administración Trump optó por el atajo: si las empresas chinas pueden sobornar sin consecuencias, las estadounidenses tampoco deberían verse limitadas por regulaciones que sus rivales ignoran.
Expertos en lucha contra la corrupción advierten que muchas empresas estadounidenses consideran que la FCPA les brinda una justificación legítima para rechazar sobornos sin perder contratos. Además, sostienen que la malversación, lejos de ser una ventaja competitiva, representa un costo improductivo que no garantiza el éxito comercial. Sin embargo, en la práctica, la realidad es otra. En muchos países, particularmente en el mundo en desarrollo, los sobornos son la única manera de concretar negocios. De hecho, en décadas pasadas, países como Países Bajos y Alemania permitían a sus empresas deducirlos de impuestos.
El debate, entonces, no es solo sobre ética empresarial, sino sobre la capacidad de Estados Unidos para adaptarse a un mundo donde las reglas de juego ya están definidas. China demostró que al no restringir a sus empresas con regulaciones internas, expande su influencia económica sin trabas. Frente a esta realidad, la pregunta es si Estados Unidos debe mantener su postura tradicional o reconocer que, en la competencia global, la moralidad ocupa un segundo plano.
La administración Trump optó por lo segundo, priorizando el pragmatismo y el poder económico sobre las consideraciones éticas. En última instancia, mientras la corrupción siga siendo un mecanismo funcional en el comercio internacional, erradicarla es una aspiración lejana. Lo único que queda es decidir si jugar bajo las reglas existentes o resignarse a perder terreno.
Las cosas como son.