En un escenario político en el que las declaraciones y las decisiones del Gobierno parecen haberse convertido en una lucha constante por la interpretación de la “realidad”, lo sucedido el pasado miércoles durante la marcha ha puesto de manifiesto no solo el rumbo en que se mueve la política de seguridad, sino también las tensiones internas dentro del oficialismo.
El gobierno de Javier Milei, decidido a presentar la represión como un hecho positivo, no solo ha salido a defender los incidentes ocurridos, sino que ha usado esta situación para consolidar su imagen ante un electorado que, por momentos, parece dividido. Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad, figura central en este relato, ha mostrado un aparente triunfo al ser fotografiada con diversos miembros del oficialismo que celebran el “éxito” de su gestión. Sin embargo, lo que se esconde detrás de este mensaje de unidad es una estrategia peligrosa que camufla la militarización y la represión como soluciones viables para los problemas de seguridad.
Un militar en el Senado
Este tipo de enfoque, sin embargo, tiene sus contradicciones. En medio de la exaltación del gobierno sobre el “éxito” de la represión, figuras clave del propio oficialismo, como Victoria Villarruel, han comenzado a distanciarse. La vicepresidenta aprovechó la oportunidad para recalcar que la marcha del miércoles era, en su opinión, un ejercicio democrático, un concepto que, si bien suena atractivo, no deja de ser una declaración ambiguamente alineada con las intenciones del Gobierno, sobre todo cuando se sabe que sus acciones anteriores en relación con los derechos humanos y la democracia dejan mucho que desear.
Sin embargo, pese a este intento de diferenciación, poco después se supo que Villarruel decidió sumar a su equipo a Claudio Gallardo, un controvertido exmilitar, para que pase a ocuparse de la seguridad del Senado. La polémica designación, que todavía no fue oficializada en el sitio web de la Cámara alta, no fue bien recibida por el Gobierno. El principal temor apunta a las «operaciones» que podrían venirse. De hecho, un aliado al oficialismo en el Senado reveló que «están todos pinchados» y no se animó a nombrar al nuevo jefe de seguridad: escribió su nombre en un papel, su nuevo cargo y la cercanía con la vice.
Desde una cuenta de la red social X —que es atribuida a un asesor de Santiago Caputo— fueron más a fondo y anticiparon: «Se especula que Gallardo podría estar iniciando operaciones para desmantelar a los sectores más críticos del Gobierno, especialmente aquellos vinculados al ‘niño SC’, un personaje clave de la política actual». Y amplió sus sospechas: «Podría estar comenzando a montar un sistema de inteligencia paralelo, con el fin de contrarrestar las fuerzas opositoras dentro y fuera del Senado».
Hay además otro detalle no menor: Gallardo sería hombre de César Milani, el exjefe del Ejército durante el kirchnerismo. En 2008, Gallardo fue Jefe de Inteligencia en Neuquén. Tres años más tarde se hizo cargo del Departamento de Inteligencia. En 2013 asumió como jefe del Destacamento de Inteligencia de Combate, una unidad de élite dentro de la inteligencia militar. Según trascendió, Gallardo habría sugerido además a Villarruel la incorporación de Jorge Domínguez, alias “el Potro”, a su equipo de trabajo en el Senado. Domínguez es un exdirector de Inteligencia de la Gendarmería durante el macrismo y ha sido acusado de participar en actividades de espionaje ilegal.
Inteligencia e instituciones
A pesar de que desde el Gobierno intenten desvincular a Gallardo de Milani y de la dictadura, la designación de un hombre con un perfil tan controversial no puede ser leída como una simple casualidad. La militarización de las instituciones, disfrazada de estrategia de seguridad, es una señal clara de la apuesta del Gobierno por la mano dura y el control, mientras se despoja de cualquier aspiración democrática en sus políticas.
Es necesario reflexionar sobre qué tipo de democracia estamos promoviendo, y qué futuro le estamos dando a las generaciones venideras si seguimos normalizando el regreso de figuras y prácticas de un pasado autoritario bajo el manto de la “seguridad”. Lo que ocurrió el miércoles, lejos de ser una “buena noticia” como se ha querido vender, es solo el principio de un camino peligroso hacia la militarización y la represión como respuesta a los problemas sociales.
Así, mientras el Gobierno de Milei y sus aliados intentan definir quién es realmente el "dueño de la democracia", el país parece caminar por una línea muy fina entre el ejercicio legítimo de la protesta y una militarización de la política que podría hacer retroceder a la Argentina a épocas que preferiríamos olvidar.