Antes de saber que el desenlace en el aeropuerto de Múnich sería trágico, antes de que fuera uno de los puntos de ignición del concepto del terrorismo en el mundo, antes de que se convirtiera en una de las páginas más negras de la historia del deporte, el secuestro de once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de 1972 a manos del grupo terrorista palestino Septiembre Negro fue, en las calles de la Villa Olímpica y aledaños, un rumor. Una sospecha. Tiros aislados en una noche tranquila. La idea de que algo raro pasaba más allá. Una información poco precisa que llegó a varios puntos de la ciudad, incluido el estudio que el canal de televisión estadounidense ABC había montado muy cerca de allí para transmitir, en una edición histórica, la mayor cantidad de horas de deporte posibles. Al final, terminaron transmitiendo un atentado.
Si se sabe cómo hacerlo, el periodismo bien narrado es carne del mejor material cinematográfico. Septiembre 5, la película que narra el hecho anterior y que se estrenó hace algunos días en cines uruguayos, es eso: una vertiginosa e inteligente película sobre los límites éticos de una cobertura en vivo, al tiempo que se inscribe entre los mejores thrillers de los últimos años.
El camino de esta película del alemán Tim Fehlbaum a los cines fue raro. Hizo mucho ruido cuando se estrenó en el Festival de Venecia, parecía que se llenaba de nominaciones al Oscar, al final solo recibió una —mejor guion original— y terminó algo sepultada entre las expectativas por otros títulos de la temporada. Sin embargo, sería bueno no dejarse engañar: esta película está en el mismo pelotón que otras obras claves del género, como Todos los hombres del presidente, En primera plana o Network.
En los hechos, Septiembre 5 se encierra en la cabina de control del estudio de ABC en Múnich y no saldrá de allí en los 90 minutos de metraje, a excepción de las imágenes que documentan a través de las pantallas lo que está sucediendo ahí afuera en la Villa Olímpica con los rehenes. En esas horas de tensión y desconcierto, un grupo de periodistas deportivos del canal tiene que cambiar el chip y transformarse. No son especialistas en terrorismo, no saben a lo que se están enfrentando y tienen muchas preguntas sobre si lo que están haciendo está bien o no, pero hay una certeza: les tocó a ellos mostrarle al resto del mundo el horror.
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Hay una buena elección de actores para este elenco de periodistas agitados: está el veterano Peter Saarsgard que siempre rinde, esta vez en el rol del gerente de estudio en Múnich; está John Magaro (Vidas pasadas, First Cow) en el papel del director de cámaras que, de repente, tiene que encargarse de una transmisión histórica; está la alemana Leonie Benesch, que sorprendió en La sala de profesores, nominada al Oscar el año pasado, y que acá hace de la única presente en el estudio que sabe algo de alemán. Y están todos los otros rostros intercambiables que, sin embargo, son un colchón perfecto para la intensidad que discurre en la película y llega hasta el espectador.
Con un montaje impecable que alterna el material de archivo con lo que sucede dentro del estudio, la película abraza el vértigo y empieza a disparar unas cuantas preguntas que ponen en jaque a los periodistas. ¿Hasta qué punto se continúa con una cobertura de este tipo? ¿Qué hacer cuando la propia transmisión comienza a entorpecer el trabajo de una policía local dubitativa y con poca experiencia? ¿En qué lugar hay que poner a la ética profesional cuando la oposición es mostrarle al mundo lo que sucede y mostrarle a un padre como asesinan a su hijo?
Septiembre 5 no tarda mucho en posicionar su conflicto en los restos humeantes de una Europa divida por lo sucedido en la segunda guerra, pero también allí: en los dilemas que reporte el registro de un hecho de estas características, y en el lugar que el periodismo tiene a la hora de servir, quiera o no, a los intereses ajenos. ¿Esta transmisión no colabora, en algún sentido, en amplificar la voluntad de los terroristas? Eso se preguntan los involucrados, pero no pierden demasiado el tiempo en debatirlo: hay que trabajar. Porque eso es también un tema de la película, porque estos hombres y mujeres están en sus ocho horas, y al mismo tiempo que las discusiones florecen, también lo hace el aspecto material de su tarea. El uso de los cables, de las pantallas, de los materiales de filmación, de los pasos a seguir, el subtitulado casero, el revelado químico: está una película procedimental y de las mejores.
Sin demasiado ruido, oculta en una cartelera que oscila entre “las del Oscar” y las demás, Septiembre 5 puede tomarse como una contracara de Múnich, la obra maestra de Steven Spielberg de 2005. En aquel título, la cosa iba por el lado de las consecuencias que dejó la masacre de esos Juegos Olímpicos, se arraigaba en la lucha que comenzó a partir de allí contra esa Hydra inmortal que parece ser el terrorismo, y se resumía en ese último plano, lejano y abierto, de las Torres Gemelas de fondo. En este caso, el problema no es lo que vino después, sino lo que pasa ahí, en ese momento, en el minuto a minuto, del otro lado de la cámara. Septiembre 5 habla de la urgencia periodística y lo que hacemos los periodistas con ella. Y en ese aspecto, es de lo mejor que ofrece el cine en mucho tiempo.
