En la escritura, la herencia es pesada. Difícil sacársela de encima. Los padres se filtran como agua residual entre las paredes. A veces se quedan ocultos bajo capas de ficción que disimulan la huella real. En ocasiones, su presencia corresponde a la ausencia. Está el caso también de los escritores que sienten el impulso de matar al padre, y hay toda una línea de la literatura vinculada a eso. Y después están las cartas: las más literales y las más literarias. Ajustes de cuentas con quienes nos trajeron al mundo. Me gusta pensar en esos libros como parte de la llamada Literatura de los hijos, aunque ese sea un concepto que se refiere más bien a los autores que escribieron sobre las dictaduras latinoamericanas que vivieron, en gran parte, a través de los ojos, los recuerdos y el dolor de sus progenitores.
Por el azar más puro, en este primer trimestre del año leí varios libros donde los hijos ajustan cuentas con sus padres, y tres de ellos me resonaron con particular fuerza: El mar vivo de los sueños en desvelo, de Richard Flanagan; Los astronautas, de Laura Ferrero; y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron. Un australiano, una española, un argentino; la experiencia humana tiene un abanico amplio de acepciones, pero a veces incluso en latitudes abismales hay coincidencias.
Cuando los hijos quieren ajustar cuentas con sus padres, escriben
Cuidar a toda costa
Hay un momento de El mar vivo de los sueños en desvelo, una novela firmada por el autor de origen tasmano Richard Flanagan, en que uno como lector empieza a tener una sensación extraña. Como de que algo no está bien y que las decisiones que el trío de hermanos protagonista está tomando respecto a la salud de su madre anciana tienen un tufo patológico. Lo que era una novela sobre las deudas que los hijos contraemos con nuestros padres, de repente, revela capas casi sádicas de dependencia emocional.
Dicho esto: El mar vivo… es otro hallazgo de la editorial argentina Fiordo. Su catálogo se convirtió en los últimos años en una suerte de garantía de buenas lecturas, más aún luego de la recuperación que hicieron de Los galgos, los galgos de Sara Gallardo, y el resto de la obra de la argentina. Pero hay mucho más entre sus autores: Michael Cunningham, Shirley Jackson, Mike Wilson, Rivka Galchen y unos cuantos más. Respecto al libro de Flanagan, editorialmente hicieron otra vez las cosas muy bien, con una edición cuidada y una traducción impecable a cargo de Tomás Downey.
La novela orbita en torno a una familia de cuatro bien definida: mamá vieja —Francie, muy enferma—, hermana mayor —Anna, muy exitosa, vive lejos—, hermano del medio —Terzo, muy exitoso, también vive lejos— y hermano pequeño —Tommy, un fracaso en la vida, pero el más buenazo y cuidador nato—. Los tres hermanos deben decidir qué hacer con su madre cuando su salud se viene a pique y su cordura roza el deterioro total. En medio aparecen las disputas, las culpas repartidas y decisiones cuestionables, y cuando parece que van a llegar a un punto de inflexión optan por una conclusión que los llevará a zonas difíciles, poco amables con ellos y con el lector: su madre no puede morir, no debe morir.
Con los medios para costearlo, con una determinación que incluso va en contra de las recomendaciones médicas, los tres estiran la vida de su progenitora hasta límites que exceden al cariño. Los cuestionamientos morales de lo que hacen para que su madre siga con ellos afloran en medio un contexto general en ebullición: la isla de Tasmania, donde viven, se prende fuego en medio de incendios forestales gigantescos que amenazan de fondo, casi como una correlación al territorio familiar que ellos mismos arrasan con sus actos.
Esta es una historia dolorosa, con instantes de luz que llegan a través de la prosa pulcra de Flanagan, y que tiene además un componente fantástico que vale la pena no revelar, pero que tiene mucho que ver con los incendios y con esa madre que se muere, pero no se muere.
La constelación familiar
Si la historia familiar se arma a partir de los relatos de los que nos precedieron, ¿qué pasa cuando ese relato está interrumpido por el silencio de sus protagonistas?
Contra eso es lo que pelea la escritora y periodista Laura Ferrero en su novela Los astronautas, que Alfaguara distribuyó por todos los países de habla hispana a través del Mapa de Lenguas 2024. Ella, hija de padres que se divorciaron casi en simultáneo a su llegada al mundo, que rompen relación al punto de dejar de saber de la existencia uno del otro, reconstruye su propia historia como hija a partir de una serie de imágenes que la sacuden y le subvierte el concepto que ella misma tiene de “familia”.
La historia de su familia desmembrada se cruza, al mismo tiempo, con la historia de la conquista del espacio que durante la infancia de la protagonista encuentra su punto álgido, con la carrera espacial entre EEUU y la URSS en su cenit.
Los astronautas es una novela autobiográfica, y está claro, pero Ferrero admitió sin problemas que omitió, cambió y modificó mucho de los hechos que le dieron forma a su propia vida. En ese sentido, es crucial leer hasta los agradecimientos, donde dice: "A mis padres, porque como no me contaron nuestra historia tuve que inventármela”.
Además, ella explicó varias veces que no tenía ganas de lastimar a nadie con su obra. Esto, por ejemplo, le dijo a La Vanguardia:
«Es el libro más íntimo que he hecho y que haré. Es un proceso muy costoso. Hay gente más fría, a la que le es igual enemistarse con la familia. Pero yo, entre la familia y la escritura, me quedo con la familia. Yo no soy Knausgård. ¿En qué momento te crees que tienes el derecho de destrozar las vidas de los demás, contándolo todo? Para el lector incluso es más interesante este juego de espejos que la realidad pura y dura. Yo he ido pactando omisiones y silencios. Por primera vez he dicho ‘esto no lo puedo contar, tengo que buscar algo que se parezca’»
Y en esa entrevista dice algo más que dejo picando: “Si uno investiga sobre su propia familia, siempre asoma un secreto”. Creo que todos podemos decir lo mismo.
Al final se trata de volver a casa
Epígrafe ha dejado clara mi preferencia por la obra del argentino Patricio Pron, un autor que logra escaparse entre los pliegues de algunas demandas del mercado —novelas con títulos imposibles de recordar, una escritura abigarrada y casi en bloque que conspira contra las atenciones cortas del mundo actual—, y que tiene un puñado de libros fantásticos, como el reciente La naturaleza secreta de las cosas de este mundo. Pero su última publicación, en realidad, es un título que Anagrama recuperó hace algunos meses y que, en 2011, puso en el mapa a este rosarino renegado radicado hace décadas en Europa: El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia —ya que estamos: ¿no es un título hermoso?—.
Lo que hace Pron en este libro es algo similar a lo que sucede en el primer libro recomendado en esta newsletter: su padre cae gravemente enfermo y cruza el Atlántico hasta su Rosario natal —a la que todo el tiempo se refiere como *osario, lo que deja bastante claro lo que representa el lugar para él—. Allí, en medio de un ecosistema familiar revolucionado, Pron se topa con una vieja investigación que su padre, que había sido periodista y activista político, hizo de la desaparición de un hombre en la localidad de El Trébol. El autor se contagia de esa obsesión y eso lo lleva a tender lazos con la propia historia de su país, en especial con la de la última dictadura.
En este caso el libro sí puede inscribirse en esa idea de la “literatura de los hijos” que se menciona más arriba, y el propio Pron lo asume en un posfacio que escribió para la edición actualizada que está, ahora, en librerías.
«No la escribí para que participase de ningún subgénero, pero este acabó conformándose y es llamado ya, por algunos, “literatura de los hijos”. (...) Los mejores libros de la serie dan cuenta del hecho de que ni siquiera aquellos que somos hijos de activistas políticos que no fueron desaparecidos y permanecieron leales a sus ideas de juventud estamos seguros de comprender bien el tipo de sacrificio personal que éstos estuvieron dispuestos a realizar en el pasado; no comprendemos su experiencia, pero la sabemos decisiva para ellos tanto como para nosotros.»
Hay que darle una oportunidad a Pron. Por el momento no me defraudó. Este libro, quizás el más emocional de toda su obra, no es la excepción.
Fin
Cierro con un epígrafe que le da título a este artículo en la web y que no aparece al comienzo de un libro, sino que parte al medio al libro de Patricio Pron que recomendé.
«Los padres son los huesos en los que los hijos se afilan los dientes»
Juan Domingo Perón