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10 de octubre 2024 - 5:00hs

El Premio Nobel de Economía de origen francés, Jean Tirole, expuso en su libro “La economía del bien común” un enfoque que comparto en plenitud: “nuestra comprensión económica, como nuestra comprensión científica o geopolítica, guía las decisiones tomadas por nuestros gobiernos. La fórmula consagrada afirma que «una democracia tiene los políticos que se merece».

Es posible, aunque, como dice el filósofo André Comte-Sponville, es mejor apoyar a los políticos que criticarlos continuamente. De lo que estoy convencido es de que tenemos las políticas económicas que merecemos y que, mientras el gran público carezca de cultura económica, tomar decisiones correctas requiere mucho valor político.

Los políticos dudan, en efecto, a la hora de adoptar políticas impopulares porque temen la sanción electoral que de ello podría derivarse. En consecuencia, una buena comprensión de los mecanismos económicos es un bien publico.

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A menudo hacemos referencia a las llamadas fallas que tiene el mercado para asignar de forma justa y equitativa los recursos escasos de una sociedad. Sin embargo, es mucho menos frecuente abordar las fallas del Estado en ese gran propósito. De algún modo, el mercado y el Estado no constituyen alternativas, sino que, por el contrario, dependen el uno del otro. El buen funcionamiento del mercado depende del buen funcionamiento del Estado. Y a la inversa, un Estado que falla no puede contribuir a la eficacia del mercado ni ofrecerle una alternativa.

Sin embargo, como los mercados, el Estado falla con frecuencia. Por múltiples causas. Una de ellas, es el rol de los lobbies que logran ejercer presión sobre los diseñadores y decisores, secuestrando a la política pública. Además, en la naturaleza de los incentivos en política está el deseo de ser elegido o reelegido, en cabeza propia o a nivel partidario y ello puede deformar las decisiones de dos maneras. En primer lugar, hay una gran tentación de sacar partido de los prejuicios y la falta de competencia del electorado. En segundo lugar, los costos de políticas favorables a un grupo de presión son, con frecuencia, poco visibles para el resto de la sociedad, pero sus beneficios son muy visibles para el grupo de presión movilizado. Otro ejemplo típico de política, cuyos beneficios son visibles para los beneficiarios y los costos poco visibles para el resto, es el clientelismo o el acomodo.

Por estos días, ha trascendido la ejecución de la ley aprobada en diciembre pasado que “soluciona” la inquietud de un grupo de deudores del BHU y la agencia Nacional de Vivienda (ANV) cuyos prestamos hipotecarios están nominados en unidades reajustables (UR). Una medida de carácter general para ese universo diverso. ¿La solución? El Estado (todos nosotros) asumiendo un costo que, según estimaciones oficiales, superará los US$ 400 millones.

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Archivo, manifestación de deudores ante el Banco Hipotecario en la Agencia Nacional de Vivienda

Archivo, manifestación de deudores ante el Banco Hipotecario en la Agencia Nacional de Vivienda

Hay quienes, incluso desde su rol de representantes en el Poder Legislativo, han sostenido que esta ley es “justa” y de “sensibilidad social”. En términos de justicia social en contextos de escasez de recursos, restricciones presupuestarias y deterioro fiscal, la asignación de recursos públicos debe ser en extremo selectiva. ¿Unos US$ 400 millones es mucho? ¿O es poco? Depende. Como en la vida, todo es relativo.

Con esa cifra se podrían construir 5.000 o 6.000 viviendas nuevas, o 200 liceos de tiempo extendido o implementar un programa que atienda la emergencia de la pobreza infantil. En tiempos de escasez, ¿qué es más justo y sensible? Estamos, frente a una evidente falla del Estado en la asignación de recursos con el lente del noble propósito de incrementar los niveles de equidad.

Es sabido que los incentivos en el diseño de política pública no siempre tienen como foco el bien común, sino la atención a determinados grupos de presión (lobby) o de interés (votos), postergando a aquellos sectores que aún necesitando una atención superlativa de nuestros esfuerzos fiscales, carecen de los citados instrumentos de coerción democrática. Los niños y adolescentes, en particular bajo vulnerabilidad, son ejemplo de ello.

Volviendo a los planteos de Tirole, responsabilizar la acción política es una tarea compleja. Añade que los que quieran tirar la piedra a los políticos deberían antes reflexionar sobre el modo en que ellos se comportarían si estuvieran en su piel. Abstenerse de moralizar no es solo prevenir un exceso de severidad hacia la clase política, sino también comprender las implicaciones de ese análisis en lugar de imaginar que se trata únicamente de un problema de personas.

Tiendo a creer que es un problema sistémico, sin soluciones automáticas. La crítica pública constructiva debe ser de recibo como contribución y la aparente dicotomía entre sesgo hacia grupos de presión versus el bien común, solo puede ser salvada por los niveles de instrucción del soberano o quedaremos librados a la suerte de surgimiento esporádico de personas capaces de, bajo actos heroicos orientados a largo plazo y bien común, jugarse la piel.

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