22 de abril 2025 - 14:55hs

DESDE EL VATICANO. Como a muchos argentinos, fuéramos católicos o no, me derrotó la emoción aquel 13 de marzo de 2013.

Los televisores estaban todos encendidos en la redacción del diario y pudimos ver y escuchar como un viejo obispo pronunciaba en latín el nombre de Jorge Bergoglio. No se entendió de inmediato. Pero, tras la duda inicial, se escuchó el griterío de la muchedumbre por la noticia: era la primera vez. Había un Papa y era argentino.

Cerré los ojos y, como suele suceder en esos casos, traté de imaginar alguna escena del futuro.

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Pensé de inmediato en una fotografía. Cristina Kirchner, por entonces la Presidenta del país adolescente. Mauricio Macri, Daniel Scioli y Sergio Massa, los tres dirigentes que se perfilaban para disputar la presidencia dos años después.

Y en medio de ellos, sonriendo como no pudo sonreír este domingo de Pascua desde el balcón del Vaticano, Bergoglio. O el Papa Francisco, como se empezó a llamar para el planeta.

Aquella sensación del Papa argentino entre los dirigentes más importantes del país que nunca puede superar la grieta de sus enfrentamientos me llenaba el pecho de optimismo.

Sentí lo que los intelectuales llaman una epifanía. Una especie de ensoñación que me impidió sospechar lo que luego sobrevendría. Esa foto jamás se convirtió en realidad. Todo lo contrario.

Bergoglio participó activamente de las rencillas de baja estofa que dominan la política argentina y se transformó en ese aspecto en otra de las decepciones de una tierra caprichosa.

No lo sabíamos entonces. Pero el Papa Francisco ya no volvería a la Argentina.

Ya no habría más mates en el barrio porteñísimo de Flores ni habría tangos en la radio del obispado, ni alegrías ni tristezas futboleras en la cancha de San Lorenzo.

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El Papa Francisco, en su salida reciente para saludar a sus fieles en el Hospital Gemelli de Roma.

El Papa Francisco, en su salida reciente para saludar a sus fieles en el Hospital Gemelli de Roma.

La batalla ideológica del papa Francisco

Bergoglio cambió Argentina por el mundo y el papa Francisco se metió de lleno en la batalla que comenzaba a atravesar el planeta: progresistas versus conservadores.

Y él estuvo siempre, quedaba claro, en la trinchera progresista. O como le llamaron luego. En el planeta woke.

Porque era un jesuita y, como buen jesuita, sabía de qué manera ejercer el poder.

Desde el comienzo nomás, ubicó en los lugares estratégicos a los obispos que estaban de su lado y postergó, o congeló, a los que osaron enfrentarlo.

Y esos a los que Bergoglio encumbró en la jerarquía católica son ahora los candidatos para reemplazarlo como Papa.

Hijo de la América Latina y heredero del ultra conservador alemán Benedicto XV, Francisco imaginaba que el próximo Papa debería ser un asiático.

Y tenía a su candidato: el filipino Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila y al que había elevado en Roma a presidente de la Corporación para la Evangelización de los Pueblos en 2019.

Progresista, asiático y nacido en una isla que había colonizado la España católica. No se podría pedir más, pero tampoco era el único.

Francisco también preparaba al italiano Mateo Zuppi, arzobispo de Bolonia, progresista como él y, en caso de necesitar un candidato más institucional, siempre le quedaba la alternativa de Pietro Parolín, el Secretario de Estado Vaticano que es más un diplomático moderado que un político.

Porque la sombra de Benedicto XV lo persiguió a Francisco durante todo su mandato.

Allí están el holandés Williem Eijk, teólogo y conservador si los hay, que consideró al Papa argentino siempre una especie de demonio del liberalismo político.

En el mismo territorio se mueven el húngaro Peter Erdo, arzobispo de Budapest y agitador de los aires de ultraderecha que acompañan al presidente de su país, Viktor Orban.

Pero si hay que hablar de una pesadilla para Francisco hay que hablar de Raymond Burke, el obispo estadounidense que más cultivan Donald Trump y el insolente vice JD Vance, el último poderoso que logró ver al Papa con vida.

Todos ellos tejen en estas horas una telaraña para que el aura de Francisco se diluya y la derecha global se apodere del Vaticano.

Sería un golpe mortal para la izquierda europea y sobre todo española, que del socialista Pedro Sánchez traza una parábola que llega hasta la izquierda ultra de Yolanda Díaz e Irene Montero.

Todos ellos siempre consideraron a Francisco un Papa con el que se podía negociar y edificar el muro sanitario que le impidiera a las derechas retomar la narrativa conservadora para confrontar con la inmigración ilegal y la amenaza latente del islamismo.

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El papa Francisco y el presidente argentino, Javier Milei durante su encuentro privado este lunes en el Vaticano.
El papa Francisco y el presidente argentino, Javier Milei durante su encuentro privado este lunes en el Vaticano.

Francisco quiso volver, pero ya era tarde

Creían que la canción globalista de Francisco sería siempre más fuerte que el costado peronista de Bergoglio.

Los dos, Bergoglio y Francisco, eran el Papa. Pero eran muy diferentes.

Francisco podía hacer un equilibrio muy polémico entre Vladimir Putin y Volodimir Zelenski.

O levantar la bandera de Palestina después del terror de Hamás masacrando, secuestrando y violando en los kibbutz de la frontera de Israel.

La corrección política lo podía a Francisco quien fue, en uno de los cambios más radicales que promovió en la iglesia Católica, el primer Papa en abrirle las puertas del Vaticano al colectivo gay y a los trans demonizados.

Bergoglio, en cambio, escondía su adn argentino para exhibirlo en el momento menos pensado.

Le sonreía a Cristina Kirchner y a los jóvenes militantes rentados de La Cámpora, y le mostraba los dientes de su antipatía a Mauricio Macri, aunque fuera al Vaticano con su esposa y su hija de pocos años.

Quizás por alguna recomendación oportuna, por arrepentimiento cristiano o porque le cayó bien la hermana Karina, Francisco y Bergoglio le dieron una oportunidad a Javier Milei.

Los dos, Francisco y Bergoglio, olvidaron alguna frase hiriente y abrazaron al presidente argentino en la Basílica de San Pedro. Bergoglio odiaba a los liberales argentinos, pero Francisco podía hacer una excepción con un libertario.

Por aquel abrazo, el presidente argentino estará en el Vaticano para ofrecerle su despedida.

Francisco saltó a la tapa de Rolling Stone y deja el mundo de los vivos bien querido por multitudes que ignoraron a sus antecesores.

Bergoglio se vuelve más pequeño cuando al ataúd que lo lleva por las aguas del último viaje se hamaca entre las olas del barro y de las polémicas feroces.

Bergoglio, el de los adjetivos durísimos y la pelea callejera, se había convertido en el peor enemigo de Francisco que, hasta el zarpazo mortal de la neumonía, intentó aferrarse a la tabla del ecumenismo e influir en un mundo que camina con determinación hacia una nueva crisis económica global.

En los últimos tiempos, Francisco deseaba volver a la Argentina para convencerlo a Bergoglio de hacer una apuesta final por la reconciliación de los argentinos. Pero no pudo ser. La salud no le dejó tiempo a esa oportunidad.

Y la Argentina, el país de las oportunidades perdidas, perdió otra más en el mar de su destino extraviado.

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