Por momentos, todo pareció imponerse sobre el recuerdo del homenajeado, que ya, sin tapujos, ocupaba el lugar del pasado, de aquello que dejó de ser presente.
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Un funeral entre elogios y cálculos de poder
La presencia de Trump fue especialmente llamativa. Eran públicas las diferencias entre ambos y el desprecio que el finado sentía por las políticas e ideas del norteamericano.
Es que el funeral no fue una fotografía exacta del ideario jesuita ni del programa religioso y político que Francisco mismo impulsó al mando de la Iglesia Católica.
El fallecido Papa no era un teólogo ni un ideólogo. Y, más allá de sus convicciones, hay que decir que las ideas de Jorge Bergoglio no estaban homogéneamente definidas.
Esto suele ocurrir con este tipo de líderes populistas, y por eso Francisco no fue una excepción.
De hecho, hay palabras y discursos suyos que justifican apasionadamente cuestiones que, en otros momentos, parecen ser desmentidas con igual intensidad.
Y si Francisco no representó un camino de ideas inmutables ni de coherencia ideológica, sería injusto esperar algo distinto de quienes viajaron a Roma para rendirle homenaje.
La hipocresía o el cálculo de una foto conveniente movieron a centenares de políticos, intelectuales y líderes a pronunciar palabras grandilocuentes, en un ritual más cercano a la autopromoción que al recuerdo sincero.
Sin embargo, también se debe señalar que, más allá de Francisco, en esa masiva concurrencia de la élite global al Vaticano, en los saludos y en la rememoración romántica, hubo algo más profundo que un simple cinismo de ocasión.
Un elemento importante que motivó la presencia —y, en muchos casos, hasta la sobreactuación— fue el respeto por el poder que todavía conserva una institución milenaria, su reconocida influencia en escenarios decisivos y la conveniencia de tenerla como aliada antes que enfrentarla como enemiga.
Las autoridades del Vaticano, lejos de resistirse al protagonismo ajeno —por otro lado, inevitable—, entendieron la importancia de quedar ante el mundo como los proveedores del escenario, aunque fuera para que actuaran otros.
Los obispos, sin desatender ni por un minuto las dinámicas de la negociación por la sucesión, eran plenamente conscientes de que el verdadero valor agregado que aportaban era reunirlos allí.
Por eso, también explotaron sin complejos la potencia de la imagen de Trump y Zelenski como un éxito propio.
Esto no quiere decir que Francisco no haya intervenido en la organización de su propio entierro.
De hecho, en el funeral no solo tuvieron un papel destacado las élites, los líderes y los mandatarios nacionales —incluyendo una decena de reyes—. También Francisco se dio su último gran baño de masas, que incluyó a centenares de miles de personas llegadas de todos los rincones del mundo.
Pero su mano póstuma fue especialmente visible en la parte central del acto, a través de la presencia protagónica de personas trans, migrantes, pobres y presos. Todos ellos ubicados frente a los poderosos, como un último mensaje del populismo bergogliano que parece llegar a su fin.
Pero ¿llegará realmente a su fin?
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Lo que viene (solo Dios lo sabe)
¿Veremos asumir otra vez a un pontífice populista, más preocupado por los gestos políticos y por combatir el liberalismo en la batalla cultural, desde el mismo flanco en el que militaba Francisco?
¿O, por el contrario, surgirá un hombre conservador, decidido a devolver a la agenda eclesiástica su centro teológico, lejos de las modas y de los gestos mediáticos que suelen verse en eventos como la entrega de los premios Oscar?
Las quinielas sobre la sucesión en el Vaticano están a la orden del día, aunque el resultado sea impredecible.
Lo que sí puede decirse es que sería muy sorprendente que un líder peronista como Jorge Bergoglio no se hubiera preocupado, desde el primer día, por garantizar la continuidad del grupo que lo llevó al poder del Vaticano.
Y, viendo algunos de sus actos más arbitrarios —tanto para impulsar carreras eclesiásticas como para destruir otras—, todo parece indicar que, al menos, lo ha intentado. Ahora que ya no está, veremos qué hacen los que quedaron.
Lo que es seguro es que el próximo Papa deberá estar mucho más atento a las necesidades de financiar el imperio vaticano. Esa fue una tarea que Francisco, como buen líder populista, relegó en nombre de las prioridades de su proyecto político. El resultado es una herencia económica que no será fácil de saldar en el corto plazo.
¿Tiempo de balances?
La vieja historiografía escolar del siglo XX sostenía una máxima: la historia sólo podía ser comprendida en profundidad cincuenta años después de los hechos.
Hoy, aunque anacrónica, hay que admitir que esa idea encerraba algo de sabiduría, como consejo de abuela.
Una semana después de la muerte de Francisco, posiblemente no sea el momento adecuado para hacer valoraciones definitivas. Más aún cuando se trata de personalidades tan contradictorias y marcadas, finalmente, por haber vivido vidas extraordinarias, en el sentido de fuera de lo común.
Lo único cierto es que, con la muerte de Francisco, se extinguió también su posibilidad de influir en la historia que otros contarán sobre él. Y eso ya está sucediendo.
Todos los presentes en el funeral —y también los ausentes— han comenzado a reivindicarlo, a criticarlo, a explicarlo y traducirlo; en definitiva, a inventar y construir su propio Francisco, un Francisco personal, a la medida de sus visiones, de sus ideas, de sus necesidades y de sus conveniencias.
El verdadero legado del Papa Francisco será, finalmente, la suma de todas esas medias verdades... y, sobre todo, de lo que el tiempo haga con ellas.