12 de mayo 2025 - 14:51hs

Desde hace quinientos años, hay una línea invisible que une a España con la Argentina.

Desde la llegada en carabela del español Juan Díaz de Solís al Río de la Plata hasta estos días en los que se atraviesan los diez mil kilómetros en avión o a través de ondas electromagnéticas para sostener las redes de internet, el hilo se mantiene inalterable.

Los argentinos nos acostumbramos en los últimos años a decir que venimos del futuro.

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Es el modo de prevenirnos a los españoles sobre las desgracias que pueden acontecer en el plano político o económico.

Pero nada se compara a lo que ha pasado entre el 28 y el 30 de abril pasados.

Una sensación distópica y trágica atravesó la ruta que va y viene enlazando el destino de nuestros dos países.

Algo que los argentinos transmitimos en una serie de ciencia ficción y que los españoles vivimos durante doce horas. La incertidumbre perfecta. El vacío total.

España fue víctima de un apagón nacional. El más gigantesco de su historia.

Ninguna luz sobrevivió en toda la península ibérica, y apenas se salvaron las islas Canarias y las Baleares.

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El apagón afecto a casi toda España, Portugal, Andorra y el sur de Francia.

El apagón afecto a casi toda España, Portugal, Andorra y el sur de Francia.

El festival de lo espontáneo

El terremoto se exportó a Portugal, Andorra y el sur de Francia. Se apagaron los semáforos, los teléfonos, el tan querido whatsapp y las redes sociales. Nada quedó en pie.

Los españoles salieron a las calles. Fueron a buscar agua en los supermercados y radios a pilas en los mercados chinos de cada barrio. Hubo quienes se refugiaron en sus casas hasta que la luz volviera y hubo quienes prefirieron salir a las plazas para tomar sol o bailar flamenco.

Un festival de lo espontáneo, filmado con los teléfonos, pero sin poderlo subir a las redes. Algunos lo disfrutaron.

Otros lo sufrieron. Porque se quedaron encerrados en algún ascensor o porque debieron volver caminando varios kilómetros para llegar a casa.

Salvo los embotellamientos en las autopistas, no hubo señales de caos. Y si hubo personas que se pusieron impulsivamente a ordenar el tránsito.

El espíritu español, en estos casos, sí que ayuda.

Todo es más fácil con Darín

El hilo invisible con la Argentina llegó dos días después del apagón.

Netflix estrenó “El Eternauta”, la serie argentina de ciencia ficción que está arrasando las audiencias no solo de América Latina, sino también de Europa y, sobre todo, de España.

Ayuda que esté Ricardo Darín, el argentino más reconocido hoy en España junto al “Cholo” Simeone.

El actor consagrado es la cara de una publicidad española del Banco Santander en la que dicen “dejamos sin palabras hasta a Ricardo Darín”.

Una manera elegante de ironizar con que no es fácil hacer callar a los argentinos. Y claro, no es fácil.

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La cuestión es que “El Eternauta”, con todos esos escenarios oscuros, sus teléfonos móviles silenciados y su oda a los artefactos viejos que los boomers recuperan para hacerle frente al enemigo poderoso, recreó en el imaginario español algo de lo que habían vivido cuarenta y ocho horas antes.

Hay una fantasía de distopía global que sobrevuela a los españoles, como al resto del planeta, y la serie argentina no hizo más que potenciar todas esas imágenes de lo que podría suceder con solo apagar el botón que controla la electricidad y las plataformas de internet que mueven al mundo.

De repente, con el apagón oscureciendo sus vidas, los españoles recordaron el kit de supervivencia europeo que había promocionado un mes atrás la jefa de la Unión Europea, Ursula Von der Leyen.

Y eso que se habían reído de la alemana alta, flaca y rubia a la que hicieron protagonista de tantas bromas y de tantos memes.

Cuando lo viejo "funciona"

El recurrente fantasma europeo de la guerra se corporizaba con la falta de electricidad y los españoles se veían comprando faroles con energía solar o buscando en los trasteros los calentadores de agua a gas que no se habían atrevido a tirar por desidia, o por nostalgia.

Y entonces, en la pantalla de Netflix, aparecía ese personaje entrañable, el Tano Favalli, brillando en la tragedia gracias a las pericias técnicas aprendidas en el colegio industrial y diciendo la frase que repite todo el universo de habla española como un mantra. “Lo viejo, funciona”, le dice el talentoso actor uruguayo César Troncoso a Darín mientras maneja una Estanciera por las calles nevadas de Buenos Aires.

Es la pesadilla de Elon Musk y el cisne negro que jamás imaginó Mark Zuckerberg en ninguno de sus metaversos.

La decrepitud analógica se vuelve necesaria en medio del caos y de la desaparición de los bites y los kilowatts hora.

Los viejos meados, esa subcategoría humana con la que los príncipes de la tecnología condenan a los boomers en las redes sociales, aparecieron en medio del apagón para salvar a la humanidad con sus destornilladores y sus radios AM activadas con una manivela para generar energía.

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Esa es la magia que rescata “El Eternauta”, y que está haciendo ver a los viejos y a los millenials que hubo un mundo antes de Amazon y de las aplicaciones para mirar los planetas en la pantalla del teléfono móvil.

Y que ese mundo funcionaba, quizás no tan perfectamente como el de los bitcoins, pero funcionaba. Y puede funcionar con un poco de ingenio si se lo necesita en la desgracia.

Allí están Alex de la Iglesia y miles de fanáticos de las plataformas digitales en España elogiando la secuencia oscura de la serie argentina. Y pidiendo desesperados que haya otra temporada que vaya más allá de los seis consagrados capítulos iniciales.

Sin zombies ni los super héroes de Warner. Solo con actores de carne y hueso, y los cascarudos destructivos que imaginó Oesterheld en la lejanísima década del 50.

Porque hasta ese componente histórico tiene la magia de “El Eternauta”.

La de su creador que compró la fantasía de la violencia revolucionaria, que se metió luego a biógrafo del Che Guevara y que terminó con la venganza más brutal de las dictaduras: la desaparición física y la de sus cuatro hijas cooptadas también por el terrorismo.

Como el equipo de radioaficionados del Tano Favalli, la batalla ideológica entre izquierdas y derechas sale del sarcófago y se extiende por las redes sociales.

El delirio sangriento de los Montoneros y el asesinato clandestino como respuesta institucional del terror en la Argentina del Mundial 78. O en España, los republicanos, el franquismo y los fusilamientos de unos y otros como banderas de la guerra civil.

Están los tontos que reivindican la serie buscando un mensaje de Netflix a favor de la utopía socialista.

Y hay otros infradotados que se niegan a verla solo porque el autor adhirió a dogmas que no comparten.

Como si las personas se fueran a convertir en mafiosas solo por ver El Padrino de Ford Cóppola, o cayeran en la pedofilia por haber leído las páginas inquietantes de Lolita.

La incapacidad cognitiva de no poder separar al autor de su obra viene dando batalla desde el fondo de los tiempos. Y lo peor es que la viene ganando.

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“El Eternauta” es, sobre todo, una buena serie para ver en la pantalla del último modelo de Apple o en los televisores de 75 pulgadas que tanto cautivan a los boomers. La industria del entretenimiento que, de tanto en tanto y cada vez menos, elabora un producto agradable que también hace pensar.

No es extraño entonces que haya disparado tantos amores y odios en Buenos Aires y en Madrid. En la Rosario de Messi y en la Barcelona de Rosalía.

Tal vez porque pensar se ha vuelto un ejercicio en peligro de extinción.

En el lado salvaje y en el lado domesticado del océano Atlántico. Bienvenido “El Eternauta” entonces. Porque nos obliga a buscar en la caja de herramientas que habíamos olvidado.

Allí estaban todavía el destornillador, la pila doble A y el viejo truco de revisar los capítulos sangrientos del pasado para no repetir las tragedias en el futuro.

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