Franco era un anticomunista en toda regla, al igual que su par portugués, António de Oliveira Salazar, quienes garantizaban que la Unión Soviética no avanzara en la península ibérica.
Tras algunos años de aislamiento, el español ofreció a Estados Unidos la posibilidad de establecer bases militares —como las de Rota y Torrejón de Ardoz—, que resultaron cruciales para la proyección del poder militar estadounidense en Europa y el norte de África.
"Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta", frase atribuida al presidente Franklin D. Roosevelt en referencia al dictador nicaragüense Anastasio Somoza, pero que bien podría aplicarse a la decisión estadounidense de "adoptar" a Franco dentro del bloque occidental.
Así, Franco llegó a gobernar hasta el día de su muerte. Incluso eligió a su sucesor, el almirante Luis Carrero Blanco, quien no pudo cumplir la tarea asignada porque fue asesinado por la ETA en un recordado atentado.
Adolfo Suárez, los Pactos de la Moncloa y la Transición hicieron el resto.
El franquismo, en fenómeno histórico concluido
La historiografía española, junto con periodistas y especialistas de diversas partes del mundo, han debatido intensamente sobre el tema.
Poco parece haber, en términos de nueva información, que pueda alterar sustancialmente los paradigmas con los que se analizan los años de Franco.
Por eso, resulta más relevante analizar cómo se percibe su legado en la política y la sociedad actuales.
Lo cierto es que Franco ya no cuenta con muchos ni influyentes seguidores. Los pocos que aún lo respaldan son marginales o provocadores.
Además, la Guerra Civil, la resistencia republicana, las brigadas internacionales, el exilio y los represaliados forman parte de la mitología de la izquierda global, una narrativa que no se derrumbó con la caída del muro de Berlín.
Incluso, más allá de todo lo conocido sobre los asesinatos, la participación soviética y los enfrentamientos entre las diversas corrientes de izquierda, como lo mostró tempranamente Ken Loach en Tierra y Libertad, una película estrenada en 1995 que generó gran polémica en su momento.
El franquismo, al igual que las dictaduras de Argentina, Chile o Uruguay, son fenómenos históricos concluidos.
Sin embargo, su reaparición simbólica responde a que los Estados, controlados por las izquierdas del siglo XXI, los han revivido porque representan el enemigo perfecto.
Franco ya no existe, no tiene traducción política partidaria ni ascendencia social o militar.
Es apenas un conjunto de cenizas e historias que no volverán, pero que sirven para sostener a quienes aseguran enfrentarlo, legitimar su hegemonía política y justificar los cuantiosos recursos destinados a ello en presupuestos educativos, artísticos y culturales.
Sin embargo, las tentaciones autoritarias no son exclusivas del franquismo.
La izquierda woke, a por la revancha
Pedro Sánchez también busca mantenerse en el poder el mayor tiempo posible —y a toda costa—, y vaya si le gustaría quedarse hasta su último suspiro.
Además, es igualmente taimado: utiliza y descarta a sus aliados y, cuando le conviene, cambia de causa.
Su familia también ha sido acusada de prácticas corruptas amparadas en el poder, y busca intervenir en la justicia, los medios de comunicación y las redes sociales para evitar que dichas acusaciones se amplifiquen.
Además, Sánchez —al igual que el Generalísimo— recurre a la polarización radical.
Franco decía proteger a los españoles de la avanzada comunista; Sánchez, en cambio, asegura protegerlos del neoliberalismo y la ultraderecha. Con estos protectores, más vale cuidarse solo.
Es que Sánchez abreva más en una izquierda antisistema que en la tradición socialdemócrata del viejo PSOE.
Esa influencia la aprendió de José Luis Rodríguez Zapatero, con la Ley de Memoria Histórica (2007) y la iniciativa de trasladar los restos de Franco del Valle de los Caídos.
Zapatero comprendió que la agenda valórica era un recurso eficaz para sostener gobiernos con problemas.
La inestimable ayuda del juez Garzón
Para impulsar esa agenda, contó con la inestimable colaboración del juez Baltasar Garzón y sus iniciativas judiciales sobre los crímenes del franquismo.
Vistas desde la actualidad, estas estuvieron más enfocadas en lograr protagonismo personal y, sobre todo, en dinamitar los acuerdos de la transición que en resolver las heridas abiertas por la dictadura.
Apenas asumió la presidencia, Sánchez apeló rápidamente a la figura de Franco.
Así, convirtió el traslado de los restos del dictador en una de sus prioridades políticas, lo que a la postre le facilitó sus alianzas con PODEMOS y los independentistas. Ahora, a 50 años de su muerte, encuentra otra oportunidad para traerlo nuevamente al presente.
Si para el castrismo cubano el lema fue “Patria o muerte”, para esta izquierda es “Polarización o extinción”. Franco es el mito que alimenta el otro mito del que vive Sánchez: la ultraderecha.
Sánchez y sus aliados se enfrentan a la dictadura de Franco porque resulta mucho más sencillo lidiar con un fantasma que con problemas reales. Sin duda, porque es más fácil que desafiar dictaduras vigentes como la de Nicolás Maduro en Venezuela o la cubana.
No pretendo realizar aquí una comparación exhaustiva y menos asimilar a un dictador con un gobernante democrático. Sin embargo, tampoco soy yo quien hoy sitúa a Franco y Sánchez frente a frente.
Sánchez quiere que España se convierta en un campo de batalla entre el franquismo y él, sin nada más en el medio. Según su lógica, todo aquel que no está con Sánchez, está con Franco.
Por eso, el verdadero enemigo político de la izquierda radical no es Franco, sino lo que su invocación busca ocultar: el espíritu de la transición, un modelo de compromiso pragmático, capitalista, de consenso y desarrollo que logró posicionar a España en un lugar que no había alcanzado durante casi todo el siglo XX, al margen de las diferencias entre los líderes políticos.
Invertir en conmemorar los 50 años de la muerte del dictador resulta un win-win para el gobierno: Sánchez obtiene gasolina para polarizar un tiempo más, y Franco, donde sea que esté, seguramente estará encantado de volver a ser protagonista de la política española.