30 de marzo 2025 - 9:58hs

La noticia está en todos los portales y medios audiovisuales del mundo: un terremoto de 7,7 grados en la escala de Richter sacudió principalmente a Myanmar, con réplicas que también se sintieron en Tailandia y China. Las imágenes fueron contundentes y dramáticas.

Los desastres naturales generan un enorme interés mediático, especialmente cuando hay registros tomados en tiempo real.

La posibilidad de captar tragedias se volvió común con la masificación de los teléfonos móviles y las cámaras portátiles. Hoy, esas filmaciones espontáneas constituyen casi un subgénero dentro del ecosistema audiovisual y de redes sociales:

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Este fenómeno comenzó con las impactantes grabaciones del tsunami de 2004 en Indonesia, Malasia y Tailandia. Por primera vez, el mundo fue testigo directo de cómo una ola arrasaba la tierra, sin necesidad de recurrir a la ficción para imaginarlo.

Después vinieron el huracán Katrina en Estados Unidos (2005), el terremoto y posterior tsunami de Fukushima (2011), y el maremoto de 2018 en Indonesia, que sorprendió por la espalda a una banda de rock durante un recital.

Desde entonces, ciclones, sismos, inundaciones y aludes ya no solo se informan: se ven y se experimentan.

Pero cuando la naturaleza golpea, la tragedia no concluye con el evento. Comienza otra etapa: la respuesta inmediata, la evaluación de las políticas de prevención, la asistencia a los damnificados y la reconstrucción.

En muchos países, esos momentos exponen profundas desigualdades.

Un terremoto en Tokio puede ser devastador, pero Japón cuenta con sistemas de alerta tempranas, edificaciones antisísmicas, una estructura estatal sólida y una población entrenada desde la escuela. En cambio, en lugares con menos recursos, la vulnerabilidad se multiplica.

Es el caso del sudeste asiático, donde coexisten economías dinámicas y poderosas con amplios sectores sociales en condiciones precarias: trabajadores migrantes sin coberturas, zonas rurales aisladas y sistemas de protección débiles. Myanmar representa el extremo de ese contraste.

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Imágenes de destrucción por el terremoto en Birmania.

Imágenes de destrucción por el terremoto en Birmania.

Un país fragmentado y silenciado

Myanmar logró su independencia del Reino Unido en 1948. Sin embargo, esa autonomía temprana no implicó la consolidación de un Estado nacional. Por el contrario, incluso antes de esa fecha, ya existían intensos conflictos entre los numerosos grupos étnicos del país.

En 1962, tras un golpe de Estado, el ejército tomó el control del país y, representando a la etnia mayoritaria Bamar, impuso un nacionalismo socialista y budista radicalizado. El régimen militar aisló a Myanmar de manera que recuerda, en varios aspectos, al modelo norcoreano.

Así se prohibió el establecimiento de embajadas, se restringió severamente el ingreso de turistas y periodistas extranjeros, y se bloqueó casi por completo la apertura hacia el exterior.

El desarrollo de infraestructuras básicas —comunicaciones, transporte, salud y educación— quedó estancado, incluso en la ciudad más importante del país, Yangon.

Luego de un breve interregno democrático, en 2021 el ejército volvió al poder mediante un golpe de Estado y desde entonces el país vive una guerra civil con las fuerzas de los distintos grupos étnicos y las del gobierno derrocado en la clandestinidad.

Hay ejecuciones sumarias, torturas, desapariciones y aldeas arrasadas en busca de guerrilleros o simpatizantes del gobierno civil que gobernó entre 2015 y 2021.

Ese intento democrático fue liderado por la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, hoy detenida en un lugar desconocido.

Miles de empleados públicos, entre ellos médicos y enfermeros, abandonaron sus cargos como forma de resistencia.

Hoy en día Myanmar enfrenta una acusación de genocidio en la Corte Internacional de Justicia (CIJ), por la persecución contra la minoría musulmana rohinyá.

Un estado bajo control del Ejército

Las empresas estatales quedaron bajo control del ejército, que administra desde los recursos minerales hasta la producción de cerveza. Con la apertura parcial en los años noventa, los militares ampliaron su dominio al turismo, el transporte, la aviación comercial y las telecomunicaciones.

La riqueza natural —jade, gas, tierras raras y madera— es administrada de forma opaca, beneficiando a la élite castrense mediante redes de corrupción familiares.

Myanmar es el segundo mayor productor de opio del mundo, después de Afganistán, y uno de los principales fabricantes mundiales de metanfetaminas.

Ese contexto favoreció la presencia de carteles narcos con vínculos directos con los militares.

China también ejerce influencia en esos negocios. Para protegerse, los militares construyeron una nueva capital: Naypyidaw. Allí solo viven funcionarios y está alejada de fronteras y posibles protestas populares.

No hay censos confiables ni datos oficiales claros sobre cuántas personas habitan el país.

La comunidad internacional, que había criticado con dureza al frágil gobierno civil asumido en 2015, guarda ahora un silencio absoluto ante la dictadura militar.

El riesgo climático y el olvido global

Aunque Myanmar fue el epicentro del reciente sismo, muchos medios centraron su cobertura en Tailandia. Incluso en la tragedia, el país permanece invisible.

En el mundo hispanohablante aún se lo llama “Birmania”, un nombre colonial ya superado. El uso de “Burma” en inglés también refleja un desarraigo simbólico frente a su denominación oficial: República de la Unión de Myanmar.

Según el Índice de Riesgo Climático Global (IRC), publicado por Germanwatch, Myanmar es el país más afectado del mundo por fenómenos meteorológicos extremos.

El caso más grave fue el ciclón Nargis, en 2008, que dejó más de 130.000 muertos, más de un millón de desplazados y daños estimados en 10.000 millones de dólares. El régimen ocultó las cifras y bloqueó la ayuda internacional.

A ese desastre se sumaron el ciclón Giri (2010), las inundaciones de 2015 —que afectaron a más de un millón y medio de personas— y el ciclón Mocha (2023), uno de los más intensos de los últimos años.

Ante este nuevo terremoto, la ausencia de servicios de salud, de rescate organizado, la pobreza estructural y la censura informativa profundizan la catástrofe.

Sin embargo, a la dictadura le es imposible frenar la circulación de imágenes.

Lo que esas grabaciones muestran es que la magnitud real del desastre en Myanmar supera ampliamente los reportes oficiales.

La historia se repite. Myanmar reaparece en los titulares globales, pero no por logros, avances o esperanzas. Solo se lo menciona cuando hay sufrimiento a la vista de todos.

Y, aun así, sigue siendo un país sin nombre, sin cifras y con una población sin voz.

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