Make America Empire Again
Para Trump, el viejo imperio se convirtió en un país más de la lista, al punto de que pocos parecían calcular las consecuencias de enfrentarlo o desobedecerlo, incluso militarmente.
El blanqueo —y su justificación— de las dictaduras de Cuba e Irán durante los años de Barack Obama fue la exposición pública del retroceso. Junto con la posterior administración de Joe Biden, impulsaron la plena adopción de la agenda woke, lo que los acercó de forma inédita a progresismos y activismos globales.
Pero luego vino más. De la mano de un presidente senil y una burocracia partidaria cada vez más radicalizada hacia la izquierda, llegaron la retirada de Afganistán, las ambigüedades con Israel y Ucrania, la tolerancia a la expansión china y los insólitos decretos que quitaron a Cuba y a los hutíes de la lista de promotores del terrorismo internacional.
Mientras Kamala Harris apostaba al triunfo de la izquierdista dura Xiomara Castro en Honduras, Joe Biden cerraba el ciclo negociando con Nicolás Maduro, relajando sanciones al régimen y comprando petróleo venezolano a cambio de elecciones "libres".
La pésima gestión exterior demócrata consolidó la imagen de un gigante cansado. Pero con una billetera suculenta.
En contraste, todos saben que atacar a Rusia o China tiene costos inmediatos.
Lo mismo ocurre con dejar de pagarles deudas, enfrentarlos públicamente o, peor aún, interferir en sus procesos políticos internos. Quien lo haga sufrirá consecuencias, tanto legales como ilegales: desde un té con polonio hasta la apropiación de un puerto por deudas impagas.
Por eso, muchas de las decisiones de Trump pueden no tener un impacto económico inmediato ni significativo.
La deportación de cientos o miles de personas no alterará las dinámicas migratorias de Estados Unidos, y mucho menos en América Latina. Pero su carga simbólica es enorme.
Las imágenes, la cobertura mediática, la presión sobre los gobiernos de los países receptores y el mensaje que envía dentro del gran país del norte generan un efecto mucho más profundo que el puramente demográfico.
Son hechos trascendentes en el plano político e ideológico.
Tanto la retirada de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, como el abandono de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el corte de financiamiento a la UNRWA por sus vínculos innegables con Hamas, son gestos que apuntan directamente a la batalla cultural.
A mostrarse con “cara de perro”. Que se corra la voz: el viejo imperio ha regresado.
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La caja de Pandora
Cuando Trump desmanteló la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) salieron a la luz los diversos proyectos que financiaba.
Entre ellos había iniciativas que realmente lo merecían. Pero también abundaban colectivos culturales, académicos y activistas con posturas antioccidentales, anticapitalistas o antiliberales. Generalmente, las tres juntas.
El caso de la revista Anfibia, en Argentina, un órgano del pensamiento de izquierda, es paradigmático.
En sus filas se inscriben los aspirantes a conformar –o legitimar- una burguesía bolivariana argentina, pero sin la plata yankee no pueden ni alquilar la oficina. El antiimperialismo queda bien y además puede ser redituable.
Pero la crítica internacional al rechazo de los migrantes ilegales es lo que resulta más llamativo y muestra la deriva woke de gran parte de la comunidad trasnacional.
Algunos países cuyos líderes se identifican con la izquierda y mantienen un discurso antiimperialista, como Venezuela, Bolivia, Cuba, Colombia, México y Honduras, decidieron no hacerse cargo de parte de su población más vulnerable.
Aún más. La expulsan, esperando que otro país asuma la responsabilidad.
Los más pobres de la región lo arriesgan todo para cruzar fronteras, y no son las fuerzas estadounidenses las que los ponen en peligro. Son los carteles que controlan el tráfico de personas y que, a su vez, están vinculados con esos mismos gobiernos “populares”, que les proveen víctimas y clientes.
Lo paradójico es que en el contexto del mundo woke, Estados Unidos parece obligado a absorber resignadamente lo que la pobreza socialista no puede sostener con dignidad.
Más aún, se exige a los norteamericanos ignorar que estas personas ingresan a su territorio de manera ilegal. Y con la gestión de la zarina de la frontera sur, Kamala Harris, lo han aceptado institucionalmente.
En otras palabras, Estados Unidos aceptó que la ley no regula lo que sucede en su propio suelo. Y todo sin protestar, porque hacerlo sería considerado racista.
Por supuesto, tampoco hay sanciones internacionales para los países que inicialmente abandonaron a sus ciudadanos. Al contrario, la culpa recae sobre el insensible imperio que se niega a hacerse cargo de ellos.
Trump y el fin de la fiesta woke
La fiesta terminó. Estados Unidos vuelve a ser el viejo y (no tan) querido imperio que quienes tenemos cierta edad supimos conocer.
El país que prioriza sus propios intereses por encima de todo, incluso cuando entran en conflicto con la legalidad internacional.
Con Trump, Estados Unidos deja atrás el papel de donante generoso, el que paga para lavar culpas, el que nunca se preocupó por el origen ni el destino del dinero que reparte.
Ese país woke, involucrado en causas aparentemente justas y que suenan muy bien en boca de Oprah Winfrey y su club de millonarios, ha llegado a su fin.
Seamos sinceros: casi veinte años de esta filantropía progresista norteamericana no nos han llevado a un lugar mucho mejor que el viejo imperialismo.
No detuvieron guerras, no redujeron la pobreza y no frenaron el avance de los autoritarismos. Ahora es el turno de un Trump recargado.
Mientras tanto, entre las élites progresistas se escucha un renovado grito: "Yankees, go home!!!"... aunque, si no nos llevan con ustedes, al menos sigan financiando nuestro antiimperialismo.