A diferencia de ambas, Shnurman se afincó en Kfar Aza con su esposa por decisión propia hace 25 años, cuando llegó escapando del estrés de las grandes ciudades, con la idea de montar un club de whisky. Con el correr de los años, su emprendimiento se tornó un lugar de reunión en el que un grupo de 24 personas se juntaban semanalmente a beber, comer asado y disfrutar de un momento juntos.
Todos ellos bregaban por la convivencia con sus vecinos palestinos, con quienes habían compartido muchos momentos en común durante cuatro décadas. Incluso, siguieron manteniendo esta postura a pesar de que la tranquilidad de sus vidas se vio alterada cuando los cohetes y globos incendiarios lanzados por el grupo terrorista Hamás comenzaron a caer sobre sus casas a partir de 2001 y debieron construir refugios antibombas en sus hogares, colegios e instalaciones comunitarias. “No podíamos dormir en las noches por lo que vibraban nuestras casas con los bombardeos”, destaca Kotler.
Todo esto cambio para siempre el 7 de octubre de 2023 a las 6:29 cuando más de doscientos gazatíes miembros de Hamás y la Jihad Islámica invadieron el kibutz con el objetivo de masacrar, violar, torturar y secuestrar a sus miembros.
Kotler y Zadekevitch se habían marchado de Kfar Aza aprovechando el feriado de Simjat Torá (el día que termina y empieza a leerse el Pentateuco para el judaísmo). En cambio, Shnurman estaba sentado desayunando en la terraza de su casa cuando comenzaron a llover los misiles y a sonar las alarmas.
En seguida, corrió a la habitación de seguridad sin comprender lo que estaba ocurriendo. Allí, recibió la alerta de que se trataba de una infiltración de terroristas y que debía mantener el cuarto sellado. Los minutos pasaban y los miembros de la comunidad empezaron comunicarse entre ellos para saber cómo estaban. Algunos ya no respondían.
Shnurman salió de su casa preocupado porque su vecino no le contestaba. Lo encontró tirado en el suelo acribillado a balazos. Rápidamente, regresó a su hogar, se encerró junto a su esposa y se escondió debajo de la cama que había en el refugio.
“A los quince minutos, empezamos a sentir a los terroristas alrededor de nuestra casa. Mi esposa lloraba. Los veíamos por la ventana sentados en el cobertizo bebiendo Coca Cola y fumando. Decidimos que íbamos a pelear si trataban de entrar. Ni lo intentaron. No sabemos por qué. Si lo hubieran hecho, nos hubieran matado”, resalta.
Zadekevitch, en tanto, trató de comunicarse insistentemente con su ex marido hasta que lo consiguió. Sus hijos estaban fuera del kibutz y su madre a resguardo. Omer, de cincuenta años, era parte del equipo seguridad y había salido a ayudar a los demás miembros de la comunidad. Nunca regresó.
“Hablé con él y me dijo que estaba yendo a abrir la habitación de seguridad del kibutz y no supe más de él. Lo asesinaron a balazos en el estacionamiento cuando iba a buscar su auto. Mi hermana también perdió a su esposo”, detalla.
Durante todo un día, los terroristas sembraron el horror en sus calles, asesinaron a sangre fría a 64 personas, 37 de ellas en las primeras dos horas, y se llevaron a Gaza a otras 19. Los mellizos Gali y Ziv Berman, de 27 años, aún permanecen como rehenes tras más de un año y medio desde que se produjo la tragedia en el sur Israel.
Bailando por la paz
Alon Ohel soñaba con ser concertista de piano, el instrumento que había estudiado desde los seis años. De pequeño, prefería quedarse en su casa practicando antes que salir a jugar con sus amigos, porque sabía que al día siguiente vendría su profesora y quería mostrarle todo lo que había mejorado.
La noche del 6 de octubre de 2023, había ido a cenar a la casa de su tía junto a su familia. Cuando volvieron, se puso a tocar, como lo hacía cada vez que pasaba por lo de sus padres en la localidad de Lavon, en el norte de la región de Galilea.
Inevitablemente, se sentaba durante quince minutos y dejaba que la música fluyera a través de sus dedos. “Era como una especie de muñeco de apego para los chicos”, recuerda su madre, Idit.
Estaba apurado, pero su pasión era más fuerte. Se puso una chaqueta y salió en busca de su auto, sin darse cuenta de que había dejado la tapa del piano abierta, algo que nunca hacía. El tiempo apremiaba ya que debía recorrer unos 220 kilómetros hasta el kibutz Beeri, donde se encontraría con unos amigos de su hermano para asistir al festival Nova.
Al igual que otros miles de jóvenes, Ohel, de 23 años (actualmente 24), bailó por la paz durante toda esa madrugada, al ritmo de la música electrónica que pasaban los diferentes DJs. Se tomó fotos con ellos mientras disfrutaba de una noche al aire libre a metros de la frontera con la Franja de Gaza, sin saber que serían las últimas.
Toda esa alegría se derrumbó a las seis de la mañana cuando empezaron a llover los misiles de Hamás. En seguida, se activaron las alarmas y toda la zona se tornó un caos y confusión. La gente corría desesperada en busca de un lugar donde cubrirse de los disparos.
Ohel logró subirse a su auto y conducir hasta el kibutz Beeri, de donde eran sus amigos. Allí, se amontonaron en un pequeño refugio antibombas al costado de la ruta a la espera de que cesara la alerta. Ninguno de los 27 que estaba allí dentro sabía lo que ocurría afuera.
“A las 6, saqué a pasear al perro y me llamó mi padre preguntándome si sabía dónde estaba Alon exactamente, porque lo había llamado y no le respondía. Empecé a enviarle mensajes y me contestó que se encontraba bien, dentro del refugio. Nunca más me respondió”, señala su madre.
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Poco tiempo después, los terroristas de Hamás los rodearon y comenzaron a arrojarles granadas para asesinarlos dentro del bunker. Siete de ellas fueron devueltas por el joven Aner Elyakim Shapiro hasta que la octava lo hirió de muerte.
Era el principio del fin. Los jihadistas ingresaron y les dispararon a sangre fría. Tan solo siete de ellos lograron sobrevivir a ese infierno porque quedaron malheridos durante seis horas debajo de una pila de cadáveres. A pocos kilómetros de allí, 364 personas eran asesinadas, violadas y otras cuarenta secuestradas por palestinos sedientos de odio.
Ohel, junto a otros tres jóvenes, fue llevado con vida a Gaza como rehén, donde aún permanece encerrado y encadenado en una celda de 1,50 por 2 metros hace más un año y medio en uno de los cientos de kilómetros de túneles cavados por Hamás.
Las heridas que sufrió ese día hicieron que perdiera la vista en uno de sus ojos. “Hemos consultados médicos de todo el mundo y nos dijeron que va a perderla en el otro también, si no recibe tratamiento urgente”, explica su madre.
A pesar de comer un pan de pita por día entre cuatro personas y estar débil por el hambre y las torturas sufridas, nunca dejó de tocar. Sus compañeros de cautiverio, que fueron liberados en distintos momentos, recuerdan que simulaba ejecutar una pieza en un piano imaginario sobre su pecho y que silbaba melodías para no olvidarlas.
Su familia mantiene la esperanza de que aún permanezca con vida a pesar de la ofensiva que está llevando adelante las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF, por sus siglas en inglés) para tratar de derrotar definitivamente a Hamás y rescatar a los rehenes.
“Mi primera reacción cuando me enteré de que estaba vivo fue de felicidad, pero, luego, pensé qué clase de vida está teniendo, torturado y muerto de hambre. Es muy difícil – resalta su madre -. Sé que está vivo, porque logró mantenerse todo este tiempo. Lo necesitan vivo”.
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Para acompañarlo en su cautiverio, se instalaron pianos en diferentes ciudades de Israel y del mundo con la inscripción “Tu no estás solo” en color amarillo sobre ellos, haciendo un juego de palabras en inglés con el nombre de Ohel (You are not Alone).
“Es para recordar que no estamos solos en el mundo. Vivimos en una comunidad y tenemos que estar allí por el otro. El piano habla sobre dar y sobre unidad, ya que allí es donde puedes dar algo tuyo y a Alon mientras tocas, que es lo que él tanto ama – afirma -. Cuando las personas escuchan tocar música en estos pianos se acercan y eso logra una unidad, sin importar la religión. Estamos todos unidos por una razón: por los rehenes. Ese es el significado del piano”.
Idit Ohel no se considera una víctima a pesar del año y medio de angustia y dolor que lleva vivido por la ausencia de su hijo. “Nunca voy a verme como tal”, destaca. En su casa, mantiene abierta la tapa del piano, tal como Alon la dejó antes de partir hacia el festival Nova, a la espera de que sea él quien la cierre cuando regrese. Además, guarda como un tesoro su chaqueta, que encontraron en el bunker donde fue secuestrado. “Fue lo único que volvió de él”, resalta. Está segura de que retornará en algún momento y se prepara mentalmente para eso cada día.
“No tengo ningún control sobre lo que ocurre con mi hijo. Mi control es a qué casa va a regresar. Mi abuelo estuvo en Auschwitz y siempre soñaba por las noches que le despertaban para llevárselo. No quiero que mi hijo viva con ese miedo cuando regrese. Cuando vuelva, haré lo que pueda para que esté bien y no tenga pesadillas. Pero llevará tiempo”, concluye.
El terrorismo desde el otro extremo
Muchos más al norte, a cincuenta kilómetros de la casa de los Ohel, la vida también era apacible. Rodeados de montañas y bosques, los pobladores del distrito Mate Asher se dedicaban mayoritariamente a la ganadería y a la agricultura cerca de la frontera con el Líbano.
Esta región de Israel, compuesta por 18 kibutzim, 8 moshavim (granjas cooperativas), tres villas y dos poblados árabes (Sheikh Danun y Arab al-Aramshe), disfrutaba de una paz transitoria, que cada tanto era trastocada por los ataques del grupo terrorista Hezbollah.
En Arab al-Aramshe, su población, en su mayoría beduinos árabes musulmanes, amaneció el 7 de octubre con las noticias de que algo malo estaba ocurriendo en el sur, al igual que lo hizo el resto de los habitantes del país. Estaban estupefactos por lo que oían.
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Poco a poco fueron enterándose de los detalles de lo que sería la peor masacre de judíos desde la Shoá, a tan solo unos cientos de kilómetros de donde estaban. La conmoción reinaba en sus calles. Ninguno de sus 1.760 habitantes imaginaba que pronto ellos también serían víctimas del odio y la destrucción que tenía preparada Hezbollah desde el otro lado de la frontera.
Unos días después, comenzaron a llover los misiles desde el Líbano, algo que se tornó una constante en los meses siguientes hasta que las IDF ingresaron por aire, mar y tierra para neutralizar los bombardeos.
Algunos de los más de 7.000 proyectiles y drones que les lanzaron, cayeron sobre el pueblo. Incluso, dos de estos aviones no tripulados impactaron en el edificio de la Municipalidad cuando se encontraban 45 personas en su interior y causó la destrucción de parte de las instalaciones, que hasta el día de hoy continúan inutilizadas.
Todos corrieron rápidamente al refugio cuando comenzaron a sonar las alarmas. Sin embargo, algo falló porque una de las ventanas había quedado abierta, por lo que la explosión causó daños dentro del lugar.
Los constantes ataques de Hezbollah provocaron 9 muertos y 180 heridos entre los beduinos musulmanes, lo que provocó que el gobierno de Israel decidiera evacuar a todos sus habitantes, al igual que lo hizo con los otros 32 asentamientos del distrito Mate Asher.
“En algunas poblaciones, empezaron a retornar a los tres meses. Otros kibutzim o moshavim, en cambio, permanecían vacíos hasta hace un par de meses”, afirma Moshé Davidovich, jefe de su Concejo Regional.
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La mayoría de las familias fueron desplazadas al centro y sur de Israel (lejos de la Franja de Gaza), muchos de los cuales viven en hoteles desde entonces. Lo que se había tornado temporal, se fue prolongando en el tiempo y algunos ya llevan casi un año y medio en esta situación.
Los niños tuvieron que dejar de concurrir a sus escuelas en forma presencial y debieron continuarlas, en muchos casos, de manera remota o sumarse a otras en las zonas donde se asentaron con sus padres.
“Muchas de nuestras escuelas están vacías porque las familias no han retornado a sus casas, esperemos que lo hagan para cuando terminemos el ciclo lectivo en junio”, destaca Davidovich.
Para esto, ya han comenzado a renovar cada uno de los pueblos, a arreglar las calles, los jardines de infantes, las escuelas y a reconstruir los edificios y lugares dañados por los ataques terroristas de Hezbollah. Sin embargo, deben también enfrentar otros factores ajenos a su voluntad, que les están impidiendo lograr su objetivo.
“Necesitamos que el gobierno nos dé el presupuesto y nos deje hacer las cosas a nosotros, porque sabemos lo que precisamos. Ahora, la burocracia está paralizando todo”, afirma Ishay Efroni, jefe del Departamento de Seguridad del Concejo Regional de Mate Asher.
Más allá del 7 de octubre
El ataque de Hamás no sólo provocó el asesinato de más de 1.200 personas y el secuestro de otras 240 (de los cuales 59 aún permanecen en cautiverio), sino que, además, sumió a Israel en una guerra con siete frentes simultáneos (Gaza, Cisjordania, Líbano, Irak, Yemen, Siria e Irán), muchos de ellos a más de mil kilómetros de distancia, con enemigos que buscan su destrucción desde hace más de un año y medio.
La movilización de reservistas, los gastos que insume el conflicto bélico, el boicot de muchos países del mundo contra sus productos y la desaparición del turismo han impactado de lleno en la economía del país. Esto ha llevado a que sólo el 33% de la población vea con optimismo la evolución de la economía local en un futuro cercano, según una encuesta realizada por The Israel Democracy Institute.
Esta situación se ha agravado más aún entre quienes sufrieron la masacre en carne propia como los pobladores de los kibutzim Beeri, Nir Oz, Reim, Kfar Aza, Nahal Oz, Netiv HaAsara, Maguén y Sufa que debieron abandonar sus hogares y marchar hacia el centro del país.
Un año y medio después, la mayoría de ellos no ha vuelto a sus casas y aún no saben cuándo podrán hacerlo, tras el reinicio de las hostilidades en Gaza, ya que previamente tendrán que reconstruir los daños causados por los terroristas de Hamás y la Jihad Islámica.
El impacto del retorno es otro tema que aún queda por develarse, ya que cuando lo hagan deberán convivir con las imágenes de la muerte de sus familiares y amigos, que fueron asesinados en esos mismos sitios.
“No sé cómo hacer para continuar viviendo aquí. Cada vez que me voy a dormir, pienso en mi familia, en quienes asesinaron, en mis amigos. Es difícil caminar por las calles y ver lugares donde mataron a mi gente. El tiempo dirá”, afirma Zadekevitch.
Kotler concuerda. “Lo que ocurrió es demasiado catastrófico. Van a pasar varias generaciones hasta que podamos volver a vivir normalmente aquí”, destaca. A pesar de eso, decidió retornar a Kfar Aza, su lugar. “Mi casa es lo único que tengo. Mi familia se rompió y se dispersó por Israel y el mundo. Mi vida se achicó, voy al club y a lo de una amiga. Todavía siento terror”, resalta.
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Uno de los primeros en regresar al kibutz fueron Shnurman y su esposa, tan solo ocho semanas después de la masacre, sin contar con el permiso oficial para hacerlo. Se encontró con que había sólo dos civiles y el resto eran soldados que operaban en Gaza. Al igual que Kotler, sólo piensa en reanudar su rutina en el sitio que escogió hace veinticinco años.
“El gobierno no nos ayuda para que volvamos. Prefieren que no estemos aquí porque es más fácil renovar el kibutz sin personas. Decidí no preguntarles qué hacer ni a ellos ni al Ejército, porque no me hubieran dado el permiso – señala -. No pienso irme. No me van a echar de aquí. Esta es mi casa, ¿adónde iría? Mataron a ocho de mis amigos. Nunca perdí a tantos juntos en un solo día en mi vida. Cada vez que sirva las copas de whisky en mi club en el kibutz pondré ocho vacías para ellos que fueron asesinados el 7 de octubre. Siempre estarán en mi memoria. Estoy aquí para contar la historia”.
En el norte, en tanto, la situación es más compleja porque los habitantes del distrito Mate Asher temen volver a sus hogares porque desconfían de Hezbollah, ya que saben que su poder de fuego permanece activo, a pesar de que fue severamente debilitado por los ataques israelíes en el Líbano.
“Algunas familias aún no han retornado a sus casas desde noviembre de 2023. Esperamos que la mayoría de ellos lo haga. Ahora, la situación está tranquila, pero tienen miedo – detalla Davidovich -. Estamos intentando que regresen. Muchos de ellos decidieron irse y rearmaron sus vidas en el centro del país. Algunas familias con chicos pequeños no quieren volver a sufrir la situación de ser atacados por los terroristas”.
Esta inestabilidad, los temores por seguridad interna en un futuro cercano y la crisis política que padece el gobierno de Benjamín Netanyahu desde hace más de dos años han calado hondo en la población desde el 7 de octubre.
Esto ha llevado a que muchos israelíes dejaran el país durante el último año y medio y se marcharan al exterior en busca de una vida más tranquila, gracias a los beneficios de poder teletrabajar desde otros sitios.
Esta situación no se ha modificado a pesar de la neutralización de Hezbollah, la destrucción del aparato bélico de Hamás y el debilitamiento de los Hutíes en Yemen, al punto de que el 62% de los votantes judíos de izquierda, el 44% de los de centro y el 36% de los de derecha piensan en emigrar, según el estudio de The Israel Democracy Institute.
Sin embargo, los israelíes no siempre son bienvenidos en los destinos que escogen y deben enfrentarse a una cruda realidad que nunca habían vivido en carne propia: el antisemitismo, un flagelo que ha resurgido en el mundo tras la masacre del 7 de octubre, contra quienes fueron las víctimas del terrorismo.
“Nunca pensé en irme a pesar de todo lo que pasamos. ¿A dónde podría ir? A los judíos nos odian en todos lados. El único lugar donde podemos vivir seguros es en Israel”, concluye Yossi Schneider, primo de Shiri Bibas, quien fuera asesinada por Hamás en los túneles de Gaza junto a sus hijos Ariel y Kfir, de cuatro años y nueve meses de edad, respectivamente.
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