Estas medidas se consideraban imprescindibles para hacer frente al déficit público, que supera el 6% del Producto Interno Bruto, muy por encima del límite del 3% establecido por la Unión Europea.
Ante la falta de consenso parlamentario Barnier optó por invocar el artículo 49.3 de la Constitución francesa, que faculta al primer ministro a aprobar leyes sin la necesidad de someterlas al Parlamento.
Al mismo tiempo, la Asamblea Nacional tiene la potestad de responder mediante una moción de censura, que además es el único medio para rechazar el proyecto. Y eso hicieron.
Apelar al artículo 49.3 no era una novedad. Durante la presidencia de Macron se había utilizado más de diez veces, especialmente bajo el mandato de Élisabeth Borne como primera ministra.
Por ejemplo, se empleó para sancionar la reforma de las pensiones que elevó la edad de jubilación de 62 a 64 años, lo que generó intensos conflictos políticos y protestas callejeras.
En ese entonces, Macron todavía tenía cierto control sobre la Asamblea Nacional, por lo que el riesgo de una censura era limitado. En la coyuntura política actual, la iniciativa de Barnier tenía escasas posibilidades de éxito.
El desenlace fue anunciado: izquierdas y derechas se unieron para rechazar el presupuesto, forzar la renuncia de Barnier—quien se convirtió en el primer ministro con el mandato más breve desde 1962—y poner a Macron ante una encrucijada. Todo con un solo golpe.
Los extremos se tocan
Macron se encuentra hoy sin una salida sencilla a la vista. La opción de disolver la Asamblea Nacional y convocar a nuevas elecciones ya la utilizó, y no puede repetirla hasta que transcurra un año.
Tampoco puede repetir lo que intentó con Michel Barnier: imponer un primer ministro dependiente exclusivamente del bloque legislativo oficialista para mantenerse en el cargo.
La estrategia de Macron fue diferenciarse tanto de la ultraizquierda de Mélenchon como de la derecha conservadora de Le Pen, confiando en que las divergencias entre ellos le permitirían gobernar sin una mayoría, apoyándose alternativamente en uno u otro.
Macron consiguió lo inimaginable: unir a ambos extremos en su contra.
Ahora deberá convivir con un Parlamento donde izquierda y derecha dominan el escenario, a menos que se atreva a emprender alguna jugada con un elevado nivel de riesgo.
Sin embargo, no actuar lo sumirá en un estado de parálisis e indefensión total, haciendo muy difícil sostener su gobierno hasta 2027.
Para el presidente francés, un pacto con Marine Le Pen o con Mélenchon podría ofrecer una aparente solución a su problema. La incorporación de los bloques de cualquiera de estos extremos al oficialismo aseguraría la mayoría necesaria para garantizar la gobernabilidad y culminar su mandato, un objetivo que Macron anhela con determinación.
Sin embargo una coalición de ese tipo tendría un precio elevado: designar un primer ministro de ese bloque aliado. Esto implicaría que, tras la designación, el poder de Macron se diluiría drásticamente.
Durante los años restantes de su mandato, quedaría en evidencia su debilidad, mientras el gobierno se convertiría en una plataforma para que ese primer ministro—o el líder de su partido—se proyecte como la figura predominante de la política francesa y posible candidato presidencial para 2027.
El modelo de supervivencia de Pedro Sánchez
Una estrategia posible para que un gobernante centrista sobreviva en estos tiempos consiste en adoptar algunas posturas de los extremos en disputa.
Después, utilizando todos los recursos institucionales y políticos a su alcance, jugar una y otra vez al límite –y también un poco más allá- para que el único objetivo del gobierno sea sobrevivir.
En otras palabras, para sobrevivir siendo centrista, es necesario dejar de serlo.
Pedro Sánchez podría ser un caso modélico de esta estrategia y, a la vez, un espejo posible para Macron.
Aunque el presidente francés lleva un año más en el poder que su homólogo español, hoy parece mucho más debilitado. Resulta evidente que las estrategias políticas de Sánchez han sido más exitosas.
Al menos, el español no enfrenta cuestionamientos que comprometan su posición nacional a corto plazo y, además, continúa ejerciendo una influencia significativa en Europa.
Para lograrlo, Sánchez incorporó a uno de los extremos de la polarización—el izquierdo—e integró a su gobierno primero a Podemos, luego a Sumar, y a partidos independentistas catalanes y vascos, incluyendo a Bildu.
Asimismo, adoptó buena parte de sus agendas. Jugando con unos y otros—y sin satisfacer por completo a ninguno—consiguió mantenerse en el poder, al tiempo que neutralizaba a quienes exigían más de lo que estaba dispuesto a conceder.
Es posible que algo de esta estrategia haya pasado por la mente del presidente francés. De hecho, la prensa ha informado sobre reuniones entre representantes del gobierno y del Partido Socialista, el histórico partido socialdemócrata de François Mitterrand y François Hollande.
El PS, lejos de sus años de gloria, integra el nuevo frente popular liderado por Mélenchon, pero parece estar evaluando la posibilidad de abandonar esa coalición para reinventarse como un centro progresista renovado que recupere protagonismo y le permita desprenderse de aliados que, en ocasiones, resultan demasiado incómodos.
Por otro lado, Macron también tendría otra oportunidad para reconfigurar el escenario político bajo su liderazgo, consolidándose como la única figura capaz de equilibrar las tensiones entre los extremos y redefinir el centro en la política francesa.
Como ocurrió con Notre Dame, Macron podría reconstruir su gobierno desde las cenizas.
El mensaje de resiliencia que transmitió en su discurso desde la Catedral, puede interpretarse de varias maneras en este complejo escenario de la política francesa.
Ahora, el presidente deberá sacar otro conejo de la galera mientras juega su última carta para garantizar su legado y mantenerse como un actor clave en el panorama político.