Más aún, tampoco sabemos con qué costos (¿acuerdos? ¿guerras tradicionales o nucleares?) se resolverá esta disputa.
Pero las complejidades del presente no terminan ahí. Si vamos a vivir tiempos difíciles, que sea a toda orquesta.
También existen disputas dentro del mismo Occidente, o lo que sea que designe hoy esa palabra. Particularmente, en el ámbito fundamental de las ideas, los valores predominantes y la cultura.
El fin de la tiranía de la corrección política
Los discursos centrales en el Foro de Davos 2025 fueron una muestra de las duras disputas intraoccidentales.
También quedó en evidencia que los enfrentamientos más intensos se libran en el terreno valórico e ideológico. En esos ámbitos, el rumbo de las cosas, tanto en el presente como en el futuro inmediato, también parecen inciertos.
A diferencia del conflicto geopolítico central, los cambios en estos asuntos avanzan a mayor velocidad y podemos observarlos día a día, incluso en los aspectos que hacen a nuestra vida cotidiana.
Es que algo que puede vislumbrarse con cierta claridad es que estamos dejando atrás los tiempos marcados por la tiranía de la corrección política.
Durante ese período, que se extendió por más de dos décadas, numerosos Estados, gobiernos, instituciones internacionales, universidades y grandes empresas se apropiaron —y radicalizaron— discursos originalmente concebidos en la sociedad civil o por el activismo en defensa de diversos derechos y garantías individuales.
Esos discursos, también tomados del ideario liberal clásico, fueron transformados en una poderosa herramienta de control ideológico y disciplinamiento social.
Buscaban legitimar el poder de una élite global que, además, promovió una agenda moral para reeducar a la sociedad occidental bajo valores progresistas y profundamente autoritarios.
Lo más relevante es que este nuevo ideario no necesitaba ser evaluado por sus resultados ni contrastado con la realidad. La agenda woke funcionaba como una religión, y sus sacerdotes actuaban como nuevos inquisidores.
El feminismo radicalizado y la cuestión étnica llevada hasta las últimas instancias, terminaron por socavar la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia, pilares fundamentales de la arquitectura legal occidental.
En materia de inmigración, la falta de previsión en cuanto a la integración —recordemos que la realidad no importa, solo el relato— generó fricciones en comunidades donde las costumbres de los recién llegados chocaban con las de los locales.
Por supuesto, fueron estos últimos (los locales) quienes terminaron cancelados cuando se atrevían a hacer públicas sus protestas.
El ambientalismo extremo cumplió una función central en este nuevo discurso, ya que le dio un rostro amigable —como el de la poco escolarizada Greta Thunberg— al tradicional anticapitalismo de izquierda, que no resultaba atractivo en los países occidentales.
Además, el activismo medioambiental encontró en la agenda woke una alianza inesperada con grandes empresas de países desarrollados, que lo utilizaron para poner obstáculos no arancelarios a sus competidores en países emergentes.
Para las burocracias de las organizaciones internacionales, significó una fuente inagotable de presupuesto para utilizar con amplia discrecionalidad. Por eso mismo, si algo no les faltó a las organizaciones transnacionales de activistas en el tercer mundo, fue dinero.
El filósofo Leonardo Orlando denominó a esta élite —que el presidente argentino Javier Milei popularizó como “la casta”— una “clase diplomada”, caracterizada por su desprecio hacia el Occidente tradicional, identificado con el liberalismo clásico, la meritocracia individual y el capitalismo competitivo.
Aunque tienen diferencias internas, lo que une a esta “clase diplomada” es, fundamentalmente, la determinación de mantener sus numerosos privilegios, que, en general, se financian a costa del esfuerzo de los demás ciudadanos.
Arma mortal I, II y III
Los sectores woke tenían algo más que convencimiento y pasión por sus ideas; también poseían un arma poderosa para coaccionar y castigar a quienes osaran contradecirlas: la cancelación.
La cancelación alcanzaba una potencia inusitada porque era utilizada por gobiernos, universidades y grandes empresas que buscaban congraciarse con el poder dominante. Las personas o instituciones que no se alineaban con sus valores eran marginadas o silenciadas.
La intolerancia y la persecución al disenso eran justificadas mesiánicamente —y hasta celebradas— bajo el argumento de estar al servicio de una causa justa.
La situación se agravaba porque contaban con el apoyo de turbas de linchadores, censores y delatores en redes sociales y medios de comunicación, dedicados a rastrear disidentes y arruinarles la vida social e incluso familiar.
La autocensura, entonces, se impuso como una conducta racional.
En especial, durante la última década, se volvió común ver a periodistas expulsados de sus medios por expresar opiniones disonantes o a académicos eyectados de sus universidades por haber esbozado en clase alguna idea perturbadora para esos jóvenes que eran una mezcla de stalinistas duros y generación de cristal.
Ni hablar de lo que ocurrió en el mundo de la cultura..
El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos llevó el péndulo al extremo opuesto.
El auge de políticos que triunfan con la agenda anti-woke no estimuló, de parte de estos sectores, ningún tipo de autocríticas o revisión política.
Por eso, la reacción woke fue a la desesperada.
Reaccionan sin entender qué está pasando ni por qué. Solo se aferran a categorías y relatos que les resultaban familiares y tranquilizadores.
Si alguien está en contra de ellos —que representan el bien—, seguro deben ser nazis.
Sea como sea, lo único cierto es que el mundo no se detendrá a esperarlos: mientras algunos debaten pronombres o, en estos días, se vuelven sommeliers de saludos e inspectores de cada palabra pronunciada, otros diseñan cohetes para llegar a Marte o buscan reformar un mundo que ya no conforma a la mayoría.