Días atrás, el empresario argentino Martín Varsavsky publicó un mensaje en X (anteriormente Twitter), que resultó, cuanto menos, peculiar. En esa publicación, relacionaba la adquisición que había hecho tiempo atrás de unos terrenos en la provincia argentina de Mendoza con la posibilidad de convertirlos en refugio ante el posible estallido de una tercera guerra mundial.
El empresario, afincado en España y que no rehúye a las polémicas en redes sociales, aseguró que Argentina sería uno de los mejores refugios en caso de una guerra nuclear, junto con Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Chile. También mencionó otros países de diversas regiones, como Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica.
La clave para evitar el invierno nuclear, según Varsavsky, radicaría no solo en mantenerse al margen del conflicto, sino también en ubicarse lo más lejos posible del escenario bélico, para no recibir la radiación resultante y asegurar la capacidad de sostener la producción de alimentos, tarea en la que esos países, y especialmente Argentina, han sobresalido.
De hecho, el Premio Nobel de la Paz de este año fue otorgado a Nihon Hidankyo, una organización de sobrevivientes de las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, así como de la bomba de hidrógeno detonada en el Océano Pacífico cerca de las Islas Marshall.
El Nobel para las víctimas de las bombas fue un mensaje dirigido al presente, una advertencia política más que un acto de justicia histórica o un homenaje retrospectivo.
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¿Mañana es mejor?
Posiblemente, la característica principal de los tiempos que vivimos sea la incertidumbre. No hay reglas eficientes para mediar o resolver conflictos, sin importar su magnitud ni quién sea el protagonista o cuantos muertos produzca. Y cuando no hay reglas, lo que prevalece es la violencia.
Estados Unidos y China disputan abiertamente el lugar de actor hegemónico en el mundo. Hasta que logren definir cuál de los dos ocupará ese rol o en qué términos lo compartirán, prevalecerán la incertidumbre y la violencia.
Los demás actores, sean Estados o no, aprovechan que los gigantes están distraídos con sus disputas y sumando aliados a golpe de billetera, para sacar provecho y promover sus propias causas.
Las próximas elecciones en Estados Unidos acentúan la sensación de desorden. Kamala Harris y Donald Trump buscan evitar cualquier sobresalto en la recta final que pueda alterar al electorado o generar un conflicto donde antes no lo había.
Hasta finales de enero del próximo año, cuando asuma el nuevo "líder del mundo libre", Estados Unidos estará más preocupado por lo que ocurra con sus electores que por lo que suceda en el resto del mundo.
¿Nuclear? No, gracias
El temor de Varsavsky podría incluirse en las clásicas patologías de quienes optan por aislarse del mundo para eludir desastres o apocalipsis, ya sean reales o, en su mayoría, imaginarios.
Eso no ha sido algo inusual en la historia de Estados Unidos. La tradición de afrontar catástrofes, construir refugios subterráneos y formar sectas aisladas ha sido recurrente desde distintas perspectivas.
Los tiempos de la Guerra Fría eran fértiles para ese tipo de paranoias. Fue una época en la que el tema nuclear ocupó el centro del interés geopolítico, pero también influyó en los imaginarios colectivos y en la cultura, especialmente en Europa.
Durante las últimas décadas del siglo XX, proliferaron los movimientos antinucleares y pacifistas, y muchos votantes respaldaron a políticos y partidos que abogaban por la distensión y el desarme de ambos bandos.
La música, el cine y la literatura reflejaron intensamente esa preocupación que hoy no parece estar tan presente y por eso el twit de Varsavsky resultó tan llamativo.
Pero la Guerra Fría también fue un momento de acuerdos informales y cooperación entre las superpotencias.
Las reglas internacionales que se establecieron tras la Segunda Guerra Mundial, en la que estadounidenses y soviéticos habían estado del mismo lado, fueron aceptadas por los protagonistas del enfrentamiento bipolar, al menos nominalmente, e incluso un poco más.
Nada de eso parece estar presente hoy, salvo en algún conocimiento acumulado por las burocracias y en una racionalidad extendida que comprende que no hay vuelta atrás en un conflicto nuclear.
Sin embargo, las potencias dominantes ya no son las únicas que disponen de armas sofisticadas, y nada garantiza que algún grupo no estatal pueda adquirirlas en el mediano plazo.
Tampoco es imposible que prevalezca cierta racionalidad utilitaria, lo que podría llevar a una guerra para acortar tiempos y reducir costos, en lugar de prolongar un conflicto soterrado que algunos proyectan hasta 2050.
Tal como ocurrió en Japón al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el bombardeo atómico ahorró costos logísticos y vidas de soldados estadounidenses.
Lugares donde podría estallar el conflicto sobran. ¿Usará Rusia armas nucleares contra Ucrania? ¿Se atreverá Putin con países de la OTAN? ¿Invadirá China a Taiwán? ¿Qué harían los estadounidenses frente a eso?
¿Obtendrá Irán la bomba nuclear a corto plazo? ¿Atacará Israel en una ofensiva total? ¿Seguirá India soportando la pinza entre China y Pakistán? ¿Intentará Corea del Norte la destrucción de Seúl?
Además, claro está, nunca descartar el poder del azar o del error.
En todo ese contexto, ¿quién podría asegurar con seguridad que lo de Varsavsky es solo un delirio paranoico o una mera provocación en redes?
Su única falla es que, en esa posible guerra, y con el desarrollo tecnológico existente, será difícil que queden lugares a salvo de los ataques. O que las elites políticas decidan quedarse al margen del enfrentamiento.
Y aun si fuera así, ¿quién garantiza que se pueda sobrevivir bucólicamente con esos alimentos, aire limpio y agua potable, sin ser atacados por los vencedores de la guerra, por grupos armados transnacionales o por sobrevivientes desesperados?
No habrá guerra (puede fallar)
Este tipo de pronósticos —si habrá o no guerra— tienen el inconveniente de que, si se expresan de manera altisonante y pública, cuando fallan, son objeto de todo tipo de escarnios y burlas, ya sea en las redes o por colegas, periodistas y otros pescadores de errores ajenos.
Sin embargo, la ventaja de afirmar hoy tajantemente que NO habrá una guerra nuclear es que, si llegara a ocurrir lo contrario, tampoco existirán las redes ni otro lugar donde alguien pueda reírse de ese pronóstico fallido.
(*) Fernando Pedrosa es politólogo e investigador en la Universidad de Buenos Aires