Mario Vargas Llosa se fue a Lima a morirse, a los 89 años.
A mirar cada mañana el océano Pacífico para recordar una vida llena de emociones convertidas en literatura. Acompañado por sus tres hijos, y por la mujer que más quiso, Patricia Llosa, aunque quiso a muchas.
La batalla contra Gabriel Garcia Márquez
Siempre existirá la discusión sobre si fue o no el más grande escritor de la lengua española, del boom latinoamericano o de una clase social culta y elegante que hablaba el francés con acento nativo.
Tal vez se trate de una discusión inútil, como la de tantos torneos intelectuales.
Lo cierto es que Vargas Llosa es el politólogo brillante de “Conversación”, el crítico feroz de “La Ciudad y los perros”; el loco sexi y genial de “La Tía Julia y el escribidor” o el historiador minucioso de “La fiesta del Chivo”.
Todos son Vargas Llosa a lo largo de su vida y todos derrochan el talento desbordante a través de los capítulos de su existencia. Más popular que Jorge Luis Borges y menos pretencioso que Julio Cortázar. Amante incondicional de Buenos Aires, los argentinos siempre fueron parte de sus obsesiones.
Quizás más accesible que el uruguayo Juan Carlos Onetti y un poco más individualista que el mexicano Carlos Fuentes.
Pero siempre la gran batalla sobre quien es el número uno de aquel boom de la América pobre que le regaló el azúcar del realismo mágico a la literatura universal será entre Vargas Llosa y el colombiano Gabriel García Márquez.
Será porque las muchas e inolvidables novelas de Vargas Llosa no tuvieron el marketing que consiguió “Cien años de soledad”, o será porque la envidia le ganó la batalla a la amistad que los dos cultivaron, sobre todo en sus años creativos en Barcelona.
Finalmente, la amistad se rompió con un puñetazo.
El que Vargas Llosa le propinó a García Márquez una noche de 1976 en una discoteca. Algo que Gabriel le dijo sobre las aventuras de Mario con otras mujeres a Patricia, su esposa de entonces y la madre de sus tres hijos.
Injusticias del destino, los dos grandes escritores murieron sin haberse reconciliado.
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El candidato frustrado a presidente
Como si el aporte que le hizo al universo de los que leemos libros no hubiera sido suficiente, Mario Vargas Llosa le dedicó sus últimas décadas, las de la experiencia y de la sabiduría, a la política.
Mutó de ser un pensador de izquierdas a ser un activista difusor de las ideas liberales, recostadas muchas veces sobre los postulados sociales de la derecha.
Ese viraje inesperado de las ideas, imperdonable para el mundo pequeño y fatalmente rígido de la intelectualidad iberoamericana, le ganó el desprecio y hasta en ocasiones el odio de quienes admiraron su obra literaria.
Paradoja humana de la libertad de pensamiento cuando se transforma en una cárcel.
En 1990 se presentó como candidato a presidente del Perú para enfrentar al peruano de raíces japonesas Alberto Fujimori. Cuando compitieron, Vargas Llosa era el liberal de derecha al que insultaba el progresismo y Fujimori el favorito de las elites que soñaron con la Revolución Cubana fluyendo por América Latina.
Como en las mejores novelas del realismo mágico, Mario terminó derrotado y su rival ganador tardó menos de tres años en convertirse en dictador y en asesino.
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Madrid, la ciudad que le dio el refugio
El refugio de la década del ’90 para Vargas Llosa fue Madrid.
La España democrática de Felipe González y el Rey Juan Carlos le dio premios literarios y la nacionalidad española.
Mario iba y venía de su querida París, pero Madrid se quedó finalmente con su amor y con sus últimas aventuras.
Como el de su historia amorosa con Isabel Preysler, una habitante natural del jet set que llevó al gran escritor a ser parte, incluso, de un reality show, el realismo mágico de la era digital.
Un final amoroso a toda orquesta para el hombre que se había casado a los 20 años con su tía y que, en segundas nupcias, cayó rendido para siempre en los brazos de su prima Patricia.
Pasados los 80 años, Vargas Llosa le dedicó menos horas a la literatura y muchos de sus días a su actividad como inspirador político del liberalismo iberoamericano, en su batalla contra el populismo de izquierdas cuyas banderas levanta el Socialismo en España y, con creciente desprecio por los límites democráticos, le siguieron los Chávez en Venezuela, los Correa en Ecuador y los Kirchner en Argentina.
Todos los años se podía ver y escuchar a Vargas Llosa en los atriles de la Fundación Internacional de la Libertad, rodeado por José María Aznar, por Mariano Rajoy, por el Rey Felipe, la madrileña Isabel Díaz Ayuso, los sudamericanos Luis Lacalle Pou, Mauricio Macri o Corina Machado, y alimentar la creatividad de los escritores nuevos a través de la Fundación que inmortaliza su nombre.
El 22 de abril de 2022 pude ver a Mario Vargas Llosa de cerca en el Teatro Ateneo de Madrid.
Presentaba “La mirada quieta”, un ensayo fantástico sobre la obra del español Benito Pérez Galdós. A su lado estaba su última editora, Pilar Reyes, quien le repetía las preguntas de la rueda de prensa posterior porque estaba claro que Mario ya escuchaba muy poco de su oído derecho.
Pocos días después, Vargas Llosa participó de un cóctel de la Fundación en el hotel Wellington del barrio madrileño de Salamanca. Debió soportar el asedio de la mayoría de los presentes que querían una frase para recordar siempre o una selfie con el genio que estaba cansado, pero que aún así jamás perdía su sonrisa y una amabilidad innecesaria.
Uno de esos pesados que se acercan a las leyendas aprovechando la oportunidad fui yo, que logré quedarme con un par de minutos de diálogo sobre la “Tía Julia” (mi novela preferida) y una fotografía que me llevo como la más maravillosa música.
Esperé con mucha ansiedad verlo a Mario Vargas Llosa a fines del año pasado, durante el almuerzo en El Escorial que todos años hace la FIL, y por el que desfilan los dirigentes políticos y empresarios más importantes de Madrid y alrededores. El gran escritor y una mini corrida de toros siempre han sido las grandes atracciones de esos días al pie de la sierra madrileña. Pero esta vez, el anfitrión no acudió a la cita.
“Mario se fue a Lima”, me dijeron.
No hizo falta mucho más. Había cumplido 89 y entendí que ya no iba a volver. Había emprendido una parábola hacia sus días jóvenes de Lima, del Perú y del océano Pacífico de los que evidentemente quería despedirse.
La noticia de su muerte, en la madrugada lluviosa del lunes de otra Semana Santa en Madrid, no me sorprendió.
Solo me entristeció.
Vargas Llosa no es únicamente el creador de una obra que le suma elegancia al idioma que hablamos desde que nacimos. Es la voz que nos ha enseñado sobre el amor, sobre la locura y sobre la libertad.
La voz de Mario Vargas Llosa nos impulsa a seguir buscando las señales y a escapar algún día de las trampas en las que se jodieron el Perú, la Argentina y tantos otros pueblos que disfrutan para siempre del regalo de hablar en español.
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