Un grupo de personajes aislados en un edificio. Votaciones para elegir líderes. Escándalos que se van develando. Rivalidades, alianzas, complots. Información privilegiada que llega desde “el afuera”. Ingresos sorpresivos. Posibles expulsados. No, no es Gran Hermano, es Cónclave, una de las nominadas a Mejor película en los Oscar de este año.
La película dirigida por el alemán Edward Berger, responsable de la versión de Sin novedad en el frente que hace un par de años ganó el Oscar a Mejor película internacional y que está en Netflix, nos lleva al interior de otra guerra. Una no tan explícita pero igual de despiadada: una guerra por el poder.
Berger y su equipo nos llevan a las entrañas del Vaticano para, como el título avisa, el retrato del cónclave cardenalicio que cada vez que un Papa muere o abandona su cargo se encarga de elegir a su sucesor. Eso es lo que sucede en la primera escena de esta película: el papa ha muerto y hay que elegir a uno nuevo.
La responsabilidad de conducir el cónclave del título recae sobre los ya pesados hombros del cardenal Lawrence (Ralph Fiennes), que se debate entre su intención de retirarse a una vida más tranquila, sus dudas sobre la Iglesia, y la misión que le encomendó el fallecido papa.
La elección es presentada con una atención particular a los detalles protocolares, litúrgicos y tradicionales del evento, y con un tono bastante didáctico bien como para que el espectador no se pierda y se pueda enfocar en el duelo entre los cardenales que pujan por el trono de Pedro.
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Cónclave: dos películas en pugna
A través de los ojos de Lawrence seguimos la elección, que tiene a cuatro candidatos bien definidos: el nigeriano Adeyemi, que tiene una línea dura en lo referido a temas sociales como la homosexualidad, y más moderada en otros puntos; el canadiense Tremblay, la opción más “de centro”; el estadounidense Bellini, un progresista convencido, y el italiano Tedesco, que aboga por un retorno a la Iglesia más tradicional. Tan tradicional que apuesta por la vuelta del latín y prácticamente reclama que vuelvan las Cruzadas.
Con ese panorama empieza a desarrollarse el juego político, digno por momentos de una campaña electoral, y en otros de la versión argentina del célebre reality show que tan de moda se ha vuelto a poner en los últimos años. Los carpetazos y las conspiraciones se van cruzando con los egos y las ambiciones de los cardenales, que se tiran de cabeza a una elección por un cargo presuntamente divino con actitudes plenamente humanas, un punto que la película resume de forma brillante cuando muestra a algunos de los electores fumando sus últimos cigarrillos antes de recluirse.
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Cónclave está basada en una novela homónima, uno de esos bestseller de aeropuerto que mantienen al lector conectado gracias a sus giros y revelaciones casi constantes, y eso se traduce a la película, que escalona múltiples sorpresas y un esquema casi de investigación detectivesca mezclada con intriga política. Es como un monstruo de Frankenstein armado en base a las novelas de Dan Brown, House of Cards y El nombre de la rosa.
Ese espíritu de thriller le sienta bien a la película en su intención de retener la atención del público y de lograr el compromiso con la historia (las reacciones audibles del público en la sala recuerdan el valor de la experiencia colectiva del cine). Pero también demuestran que es una película seria con los cimientos de una mucho más terraja, que rodea a una historia pulp con una cinematografía bella, monumental, solemne y pictórica, una banda sonora afilada y el talento de un elenco brillante que tiene a Isabella Rossellini, Sergio Castellito y al propio Fiennes como puntos más altos, que la hacen elevarse por encima de ese origen.
Y hay también, entre esa imponencia visual que quita el aliento y las intrigas, momentos donde Cónclave se permite esbozar ideas sobre el lugar de la religión y las creencias en la vida humana, así como sobre la Iglesia Católica moderna que son lo más interesante y potente del relato.
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También aparecen algunas líneas sobre los peligros del extremismo, la polarización y la sensación de creerse dueño de la verdad absoluta que resuenan con el clima político mundial actual, y que —en esta cuestión de los Oscar nominando a películas que hablan “del momento”, algo que las campañas para los premios también se encargan de enfatizar para convencer a los votantes— la hace “relevante” y algo más que un thriller pochoclero. Pero tampoco se permite ir tan a fondo por el propio tono de la historia. Agatha Christie le da un palazo en la nuca a San Agustín y lo mete para adentro de un placard antes que la cosa se ponga seria en extremo.
Más allá de que en sus formas visuales y en su tono es algo más comedida, a nivel temático Cónclave no duda en manifestar su apoyo por las corrientes más progresistas dentro de una institución conservadora, pero nunca deja de sentirse como que hay dos películas en pugna.
Sin embargo, la obra de Berger nunca deja de ser un relato sólido y entretenido, que no pone pausa y ofrece una buena experiencia cinematográfica.
De cara a los Oscar, y como si del propio Cónclave se tratara, la película no llega como la favorita, pero entre las debacles y polémicas de sus competidoras, como Emilia Pérez y los posteos de su protagonista, Karla Sofía Gascón; el uso de inteligencia artificial en El brutalista, o la ausencia de coordinadores de intimidad en Anora, puede aparecer como una candidata de consenso y sobre los errores de otros, construir una campaña victoriosa.