¿Cómo fueron los caminos y las intenciones que te llevaron hasta la crónica?
Tiene mucho que ver con el objeto de estudio de mi tesis: una antología de crónicas brasileras del siglo XIX y principios del siglo XX, con traducción al español. Al estar investigando ese corpus enorme de crónicas que habían sido publicadas en la prensa, encontré rasgos de estilo que también están en otras tradiciones, y que fueron apuntadas por la crítica, que permiten entrever que nadie inventa nada, al menos en cuanto en lo que son los recursos básicos de la crónica periodística en el sentido amplio. Este libro no es el resultado de esa investigación, pero me puso frente a recursos muy innovadores, como las crónicas de José Martí en Nueva York, que son conmovedoras, o lo de Herman Melville en Las encantadas. Esa fascinación frente a lo desconocido todavía ocurre en el siglo XXI, cuando se supone que ya vimos todo. La intención en estas crónicas siempre ha sido volver sobre determinados lugares y compartirlos con quien lee a partir de los recursos literarios. El germen fue poder estar frente a un lugar desconocido y hacer un contrapunto con el origen, el Cabo Santa María, que es el lugar del que me sirvo muchas veces en términos de comparación. Y también poder colonizar con literatura el periódico y la escritura de no ficción, utilizar elementos de la ficción y la literatura en general y ponerlos al servicio de textos que son mucho más, entre comillas, espontáneos, volátiles, impresionistas, más experimentales en algunos casos.
Algunos de estos textos me recordaron a lo que hace Clarice Lispector en las crónicas y columnas que escribió para Jornal do Brasil. Hay un parentesco en ese recorte asombrado de la realidad, en el acercamiento a la no ficción que se aleja de las formas a las que estamos acostumbrados.
Clarice es una de las grandes influencias, lo fue ese libro, A descoberta do mundo (Revelación de un mundo). Antes de eso había leído A hora da estrela, pero nada más porque no circulaba, solo en las ediciones de Siruela muy caras, y no me había ido a estudiar a Brasil todavía. Leerlo como una especie revelación, en términos muy clariceanos; ver que esos textos habían sido publicados en la prensa, que ella reaccionaba así a los hechos de la coyuntura, pero también se tomaba la licencia de poder desplazarse de ese lugar, aunque no sea algo exclusivo de ella. Clarice tiene cosas a nivel estilístico que siempre me llamaron la atención, como su extrañeza con la propia lengua, el hecho de que era ucraniana y tenía una experimentación propia con el portugués, una desfachatez en cierta forma muy sorprendente. Tiene momentos conmovedores. En ese espacio de colonización de la prensa ella ha sido fundamental.
En Clarice Lispector es importante la cuota del recuerdo, la visión nostálgica. ¿Es un motor para vos también?
Sí, las crónicas que trabajan más con el recuerdo en general, y sobre todo con el recuerdo distante, son aquellas que están ligadas al Cabo Santa María, que no es un origen falluto; más falluto es Salto, para mí. No tengo muchos recuerdos directos de ese lugar, nos vinimos a La Paloma cuando tenía 4 años.
Tus primeros recuerdos están vinculados sobre todo a ese lugar.
Sí, y además fue una decisión familiar que tenía que ver con estar en el Cabo Santa María, estar en el mar. Por eso también aparece la idea de aprovechar ese lugar. Íbamos a buscar berberechos, a juntar hongos a Santa Isabel cuando no había nada, hacíamos excursiones caminando a la laguna cuando no había ruta, nos perseguían los perros. El recuerdo es un motor, aunque siempre es un recuerdo ficcional, en cierta forma. Esa meditación sobre cuán ficcional es aparece en una de las crónicas, que se llama El Toyota de los once mil kilómetros. ¿Cuánto de eso es lo que pasó, cuánto ya no es texto sobre texto? Esa crónica sobre un viaje familiar al sur de Chile y Argentina en el 92 en un auto todo destartalado. Y cuando empecé a leer En la Patagonia, de Bruce Chatwin, pensé ¿cuánto me acuerdo, y cuánto es la construcción que generás cuando seguís leyendo a esos exploradores en estos espacios que no tienen denominación literaria? Eso me pasa con La Paloma. Montevideo, por ejemplo, está mucho más colonizado por las letras. En el Cabo Santa María tenés el manual de navegación del río de la plata, ese cuento hermoso de Haroldo Conti que es Tristeza de la otra banda, los libros de Juan Antonio Varese, y unas cosas más, entonces no tenés esa colonización y hay libertad para poder dialogar con el lugar, que en realidad no es el lugar: es tu recuerdo. Porque las crónicas son escritas en ausencia.
Si La Paloma es el recuerdo, ¿qué son Brasil y Australia en esa constelación que armás en el libro?
Creo que Brasil es ese descubrimiento de muchos Brasiles, que aparecen en este libro de manera muy directa, y de una literatura inagotable, porque en el estereotipo en general nos quedamos más con el correlato geográfico que con su riqueza cultural y simbólica. Y Australia es el nuevo mundo, o es otro nuevo mundo, y se inaugura además con la maternidad. Yo me fui a Australia embarazada de siete meses, es la tierra de mi hijo y es una nueva frontera. Además, comparte muchos elementos con Brasil, como esa idea de ser la nueva frontera, esos espacios enormes, países continentales.
Viviendo desde hace tantos años en el extranjero, ¿qué tan inserta te sentís dentro del mapa literario uruguayo?
Yo nunca me sentí muy de ningún lado, y haberme dedicado a traducir, a estudiar traducción y a escribir siempre me ha permitido estar en los lugares pero no completamente adherida a ellos. Creo que es parte de mi carácter y de elecciones que han sido conscientes. Yo tengo diálogos muy preciosos con gente que está escribiendo en español, así como también los tengo con gente que está escribiendo en otras lenguas, y te diría que que cuando se leen las obras referidas al final de Hasta el sol... me doy cuenta de eso: es la posibilidad de leer varias tradiciones y hacerlas dialogar de maneras muy personales. Después, yo me siento muy uruguaya y leo mucha literatura uruguaya, y dialogo con la creación y me interesa ese diálogo, pero no solamente. Creo que en ese sentido la posibilidad de traducir y de estar siempre atenta me ha permitido una obra que no solo se restringe a la escritura, sino también a la traducción, el diálogo y la investigación, y tampoco se restringe al Río de la Plata, aunque de todas maneras sea el background más presente porque mis autores de referencia están ahí, más allá de que se muevan todo el tiempo.
La observación del espacio tiene un peso preponderante en tus cuentos, pero acá es el centro, casi que pasa a ser protagonista. ¿Escribir crónicas implica cambiar la mirada? ¿O calibrarla?
Hay una diferencia radical. Las crónicas son cuadros de situación, impresiones de esos lugares diferidos. En los cuentos hay un esfuerzo deliberado porque la observación tenga el motor de la acción por detrás. En los cuentos hago un esfuerzo muy grande, consciente y que lleva tiempo, de poder situarte, y el punto de vista siempre parte de un personaje, incluso cuando está escrito en tercera persona. Es decir: siempre hay un lente. Y las crónicas no es que sean más democráticas, pero en cierta forma es la impresión de un momento. Incluso me pregunto cosas sobre la marcha, y pongo esas preguntas por escrito. Es un tono mucho más ensayístico porque es más de búsqueda, de recordar un lugar y poder compartirlo con quien lee. En los cuentos a veces realmente no quiero que sepas las coordenadas espaciales y temporales. Y hago el esfuerzo deliberado de no ponerles nombres a los personajes, de no ponerles nombres a los lugares, poder transformar esos espacios en universos en sí mismos. Las crónicas no: tienen un correlato con el lugar, una legación, y me interesa que puedas como lector recomponer eso, porque me interesa saber qué te parecen a vos.
Da la sensación de que no podés escaparte del mar, y que ejerce una fuerza considerable sobre tu escritura.
El mar ha sido una presencia muy imponente desde la infancia. La decisión por la cual mis padres se vinieron de Salto a La Paloma fue justamente para poder vivir junto al mar. Primero vivimos en un apartamento frente a las canaletas del faro, que está referido en un cuento de Peces mudos. Mi padre navegaba, tenía un velero antiguo, nada de cosas raras, e íbamos siempre a la bahía chica, a la bahía grande, después empezamos a nadar en La Balconada, íbamos a pescar, a sacar berberechos. Después, en un viaje a Brasil mi hermano y yo nos compramos tablas y empezamos a correr olas. Ese fue el principio de una forma muy propia de vivir La Paloma, fue también la forma de transitar la adolescencia en un lugar muy opresivo. El surf de alguna forma me salvó, y no me refiero al correr olas de nuestro presidente y todas esas cosas en las que se tornó. Estar al lado del mar fue pautando luego decisiones muy grandes, como por ejemplo dónde estudiar la maestría. Con mi marido nos conocimos en el mar, también.
Y así termina en tus textos.
Es que es imposible que no esté, es de lo que más sé. Es imposible que esa vivencia muy personal no termine en la escritura. La crónica en la que más me animé a escribir sobre esta relación tan personal con el mar es la que abre el libro, El oleaje, el mar abierto, que trata justamente sobre detenerse en eso que sucede en el momento, esa atención radical al lugar, a lo que está pasando, a las olas.
El este del Uruguay parece estar apareciendo en la literatura vernácula con más fuerza. ¿Tiene que ver con la descentralización de la ficción que se vive hoy?
Hay más posibilidades de publicar y hay más gente escribiendo porque hay una retroalimentación con algunos elementos de mercado, por lo menos del mundo editorial, que permiten emergencia de voces, “de cada pueblo un paisano”. Algunos de los grandes escritores contemporáneos del Uruguay no están en la capital, como Damián González Bertolino, Gustavo Espinosa y Martín Bentancor. Incluso hay grandes escritores que ni siquiera están en Uruguay, como Fernanda Trías. Creo que esa proliferación de voces es una marca de la contemporaneidad y tiene que ver con algunas circunstancias del mundo editorial, y esto lo digo como observadora. Por otro lado, con respecto a la proliferación de voces que dan cuenta de espacios no colonizados por la literatura, definitivamente sucede. Hay muestras virtuosas. Y también tiene que ver con modas que son más globales, como cierto ruralismo o una especie de dislocamiento de los centros, que es algo que ha sido muy evidente en los últimos diez años, si se quiere, y no está restringido a Uruguay, porque una de las cosas más interesantes de los últimos años ha sido la posibilidad de leer muchos autores latinoamericanos que antes no nos llegaban, ya sea por editoriales independientes como desde los conglomerados. Por otro lado, acá siempre tuvimos una tradición descentrada, con grandes escritores que no estaban en el centro. Entonces: sí, lo noto, no creo que sea restringido a Uruguay, pero son formas de dar cuenta de esos espacios que no son los habituales. Pero pasa incluso en Montevideo, donde empieza también a aparecer la periferia de la ciudad, como en el caso de los libros de Gonzalo Baz o Diego Recoba.
Hace tiempo estás trabajando en una novela. ¿En qué etapa está ese proyecto?
Sigo trabajando. Soy muy lenta para escribir.
¿Eso te genera algún tipo de carga, o no es problema alguno?
Lo que pasa es que hago muchas cosas con la literatura, muchas mediaciones también, no solamente cosas autorales: traducciones, ediciones, investigaciones. Eso te dispersa de lo que sería un camino de escritura neta, pero creo que son formas de hacer una trayectoria. Son partes de una búsqueda, que para mí no transcurre solo a partir de la escritura ficcional o autoral, por ponerlo de alguna manera. A veces les preocupa a otras personas, a mí no. Las crónicas, por ejemplo, aparecen como una cuestión más reactiva y de militancia intelectual. Leí esto o pasó esto, y quiero que se conozca este autor o este libro. Los cuentos tienen otro margen. Hay cuentos extensos en Cráteres artificiales que podrían haber sido novelas. Y esta novela que estoy trabajando tiene algo medio enciclopédico, medio decimonónico, que no sé si va a terminar teniendo todo lo que tiene hoy en día, pero son las mismas obsesiones de siempre con diferentes intensidades y diferentes pactos de lectura.