¿Cuándo apareció la chispa que indicó que el momento del retiro había llegado?
Hace tiempo empecé a sentirlo. Creo que fue clave haber hecho Varada, una obra independiente y por fuera de una compañía. Fueron nueve meses en los que estuve sin trabajo y tuve tiempo para mí, para crear, para hacer lo que quería: escribir, leer, ver mis intereses, hablar con otros bailarines. Me di cuenta de que eran mis últimos años como bailarina clásica y tenía que exprimirlos al máximo. No fue una decisión fácil. Porque, ¿qué pasa después a nivel de estabilidad? Es un tema. Esta carrera tiene un fin, y luego se abren muchas preguntas sobre cómo sostenerse económicamente, por ejemplo. Esta es una gran apuesta, me genera incertidumbre y noches sin dormir, pero al mismo tiempo mucha curiosidad positiva. Yo ya viví la incertidumbre, no es la primera vez, y estoy teniendo fe y confiando en lo que quiero hacer y lo que hice.
Mencionaste la palabra tiempo. ¿Es una carrera que no te da demasiados espacios para frenar y pensar en otras cosas?
Es tanto el compromiso que no son solo las ocho horas que trabajamos por día, está el tema del descanso, del comer bien, las cosas que suprimís, y que yo hago con gusto porque es lo que amo. Pero es verdad que te deja menos tiempo para estar con tu pareja, para leer, para estudiar. Yo logré hacer cursos cortos, intenté estudiar, pero siempre fue complicado. Ahora estoy estudiando gestión cultural y estoy contenta, pero requiere de una energía que al trabajar tanto con el cuerpo te agota a nivel mental. Lo hago fascinada, porque estoy aprendiendo algo nuevo, pero entiendo que a la mayoría de los bailarines no les dé para hacer otra cosa. Son pocos los que lo han hecho, y tienen toda mi admiración. Y en este proceso también me di cuenta de que en esta carrera siempre estamos siguiendo un ideal al cien por ciento, ponés todo tu amor, tu pasión, tu cuerpo, tu mente y tu espíritu en algo que es muy corto. Es muy noble, pero da un poco de miedo. ¿Qué pasa después, cuando no tenga esta super pasión? ¿Qué va a pasar?
También se abre más espacio mental, supongo.
Exacto. Fue lo que me pasó en pandemia. Fue un bajón en mil cosas, pero me dio Varada, empecé a estudiar dramaturgia, me conecté con otra gente. Me di cuenta de que los bailarines vivimos en burbujas. Ahora empecé a conocer actrices, dramaturgos, libros, editores.
¿El ambiente del ballet es tan cerrado? No sé si usar la palabra "sectario"...
Se da naturalmente. Son muchas horas juntos. Y está todo este entendimiento de la profesión, porque de repente a otra gente le cuesta más comprender o saber lo que está pasando el otro. Eso te acerca.
¿En algún momento te cuestionaste tener la fortaleza interna como para soportar la carrera durante tanto tiempo?
Varias veces me lo pregunté. ¿Será que soy para esto o no? A nivel psicológico es muy fuerte, porque estamos todo el tiempo en busca de la perfección. Somos muy exigentes con nosotros mismos, más allá de la exigencia que existe de parte de los maestros y coreógrafos. Estás siempre siendo visto, en un examen continuo, pero también de tu parte. Siempre estás frente a un espejo queriendo ser mejor. Eso puede llegar a ser muy duro. Manejás mucha frustración todo el tiempo, porque nunca llegás a la perfección, y querés más y más. Eso genera problemas de ansiedad muy grandes. Me pasó en España, acá en Montevideo. Nos pasa a todos. Amamos tanto esto, queremos que salga tan bien, que a veces claudicás.
Es un combate constante contra la idea de aflojar.
Sí, porque si lo hacés te sentís un vago. No podés. Eso no. Nos cuesta aflojar. Ahora, igual, siento que los tiempos han cambiado y hay más herramientas a nivel de inteligencia emocional. Yo voy a terapia.
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Foto: Inés Guimaraens
¿En las compañías se atienden estos temas a nivel institucional?
No sé si tanto. Tal vez estaría bueno que hubiese un seguimiento más terapéutico o psicológico. Más que nada porque hay bailarines que se lo pueden pagar y otros no. Estaría bueno que se implante. Nosotros lo hacemos todos por fuera. Vas encontrando diferentes técnicas. A mí me sirvió mucho el yoga. Lo hago antes de las funciones, me ayuda a bajar. Soy una persona muy nerviosa y me ayuda a nivel corporal, pero también a nivel del espíritu. Ir al suelo y calmar la mente para estar más vacía y concentrada en lo que tengo que hacer.
¿Después de tantos años bailando el cuerpo empieza a mandar señales de que llegó la hora de retirarse? ¿Los dolores se notan más?
El otro día leí una nota de Alessandra Ferri, que fue una primera bailarina italiana, pareja de Julio Bocca, hicieron cosas increíbles juntos. Ella decía que el dolor en la danza está presente siempre, y me sentí muy identificada. Me recuerdo a los 17 años teniendo dolores muy fuertes. Ahora en el último tiempo lo que me pasó es que tuve desgarros de pantorrilla. Es una recuperación muy engorrosa, dolorosa, y para nosotros es un músculo fundamental porque es lo que te hace pararte en las puntas y saltar.
La idea del físico quejándose está siempre, entonces.
Sí. Siempre sentimos dolor. He bailado con lesiones fuertes, y está ahí, así que siento que esta decisión tampoco responde a eso, sino más bien a descubrirme desde otro lugar. Y de que siento que ya bailé un montón de Cascanueces, de Lagos de los cisnes, de Quijotes. Ahora quiero otras cosas.
¿Cómo se prepara una despedida? ¿Cómo se procesan esos días previos?
Son como una ruleta rusa. De repente estoy más contenta, más triste, con más ansiedad. Son demasiadas emociones. Ahora me concentro en cada clase, en la barra, intento sacar fotos mentales todo el tiempo, guardarme imágenes. Intento disfrutar de esos momentos. También estoy muy sensible. Estoy recibiendo mucho cariño. Y me imagino mucho ese día, la última función. Visualizo el telón, el público, el aplauso final. Y el aplauso para mi madre y mi abuela, siento que es para ellas.
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En la conferencia de prensa remarcabas el lugar que tuvo tu familia en tu carrera. ¿No se llega sin ese apoyo a este nivel?
No. En una profesión que dedica tanto tiempo, y que se transforma en una identidad y que va más allá de un trabajo, es fundamental. Mi madre me ayudó a estar con los pies en la tierra, ella es muy lógica y muchas veces en las que estuve muy emocional me llevó a entender que sí, al final esto es un trabajo, aunque yo le dijera que no, que era mi pasión.
Hablando de fotos mentales, ¿cuáles son las imágenes que se te vienen a la mente cuando pensás en la línea temporal de tu carrera?
La primera es de una función en Japón, con Deborah Colker, en la que hice el rol principal en Belle du jour. Eso fue increíble, muy especial. Después, el momento de Julio Bocca. Tal vez eso en primer lugar. Fue una época increíble. Haber formado parte de esa apuesta… Porque no sabíamos qué iba a pasar, si se iba a quedar o no. Yo estaba en España y me vine, aposté a él, quise apoyarlo, estar en ese cambio. La tercera imagen es del circo. Fueron años hermosos. A nivel profesional y personal.
¿Qué te dejó el circo en tu formación?
A nivel profesional, la excelencia y lo importante que es contar una historia a nivel global. Cómo se puede generar la unión de disciplinas tan diferentes y lograr algo tan exquisito, tan delicado a nivel emocional. Después, el hecho de ir de un país al otro con una maleta y nada más. Eso que a mucha gente no le gusta, a mí me encanta. El cambio continuo. Adaptarme. La flexibilidad de utilizar la inteligencia o la emoción para ir a la aventura.
En la conferencia de tu retiro decías lo siguiente: “A las niñas y niños que empiezan esta carrera me gusta decirles que hay formas diferentes de hacerla”. ¿El ballet habilita poco las divergencias a la hora de encarar la carrera?
Sí. Creo que el ballet, en esto de las formas, de los cuerpos, tiene limitantes. Y en los intereses en sí, en qué historias se cuentan. Haber estado en una compañía de danza contemporánea, en un circo, haber hecho jazz, me dio un abanico no solo a nivel corporal, porque después a la hora de expresar algo clásico también tenés otra calidad en el movimiento, sino también el poder ver que sos capaz de más, que está bien contar otras historias, buscar otros intereses, y que todo es válido y enriquecedor. Una cosa no anula la otra. Muchas veces las carreras de las bailarinas clásicas comienzan cuando entran a la escuela, después a una compañía, al cuerpo de baile, son solistas, primeras bailarinas... Hay algo lineal también en cómo hacés cada ballet, cómo los vas perfeccionando, y es hermoso, un camino divino, pero también está este otro. Quizás es menos constante, yo también tuve momentos en los que no tuve trabajo.
¿Es un camino que compromete cierta estabilidad en pos de mayor experimentación?
Exacto. Bailarines que ahora están en Europa y con los que compartimos en el Sodre me decían “para mí fuiste una inspiración en esto de probar cosas nuevas”. A veces hay como algo de... Ah, pero no es clásico. Como si no estuviera tan bien. Para mí esa es una visión muy antigua de la danza. Ahora los bailarines cuanto más técnicas tienen, mejor. Un bailarín de la Ópera de París tiene que tener un dominio del cuerpo perfecto no solo en el ballet clásico, sino también en baile contemporáneo, incluso en danzas urbanas. En la compañía de Deborah Colker de hecho teníamos clases de las tres. Las danzas urbanas te dan dinámicas que no tiene el ballet, está el contratiempo, la música que no siempre escuchás, coordinaciones diferentes. Todo eso es muy desafiante para la cabeza. De hecho este coreógrafo que vino ahora, Juliano Nunes, trabaja eso. Son formas de mezclar los lenguajes, se fusionan. Es positivo para mí.
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¿Cuáles son tus planes después del 31 de agosto?
Lo primero es el libro. En octubre termino de estudiar gestión cultural. Y después estoy preparando un proyecto de una compañía de danza que implemente lenguajes diferentes. Ese es mi mayor anhelo, quiero profesionalizar esa área. Y, mientras, me gustaría hacer otra obra como Varada, más ahora que voy a tener tiempo. También algunos proyectos audiovisuales que incorporan a la danza.
¿Cómo cambia la relación con el cuerpo a partir de ahora? Según entiendo, ahora empieza una vida con menos dolor y desgarros.
El otro día le pregunté a Paula Pennacchio, que se retiró antes que yo, eso mismo. Le decía “¿che, qué onda, ahora te levantás con menos dolor en el cuerpo, es real?”. Y me decía que sí. Igual soy una persona muy activa y me incomoda estar tranquila. Está mal que lo diga, pero me pasa. Eso me preocupa (risas), cómo voy a manejar la tranquilidad. Supongo que con todos los proyectos que tengo voy a estar bien, pero espero poder disfrutarlo. Es algo que me estoy imponiendo. Porque me conozco, me pasa en vacaciones. Espero descansar, tener tiempo para hacer cosas de las que siempre me privé. Mis amigas de toda la vida me decían hace poco "Rosina, ¿te acordás que nunca salías, o que íbamos a la discoteca y vos te quedabas?". Como fue algo que siempre elegí, ni me acordaba.
¿Y de la vida antes de la exigencia te acordás?
Es que siempre estuvo la exigencia. Entré a la escuela nacional de danza a los 8, y a los 16 entré a trabajar en el sodre. No sé qué significa una vida sin exigencias. Está muy adentro, es muy fuerte. Es realmente impresionante. Pero esta pasión ha sido el hilo conductor de todas mis decisiones. Lo tenía muy claro desde niña. Y significó mucho tomar decisiones de vida, como mujer, de mudarme de país de repente estando en pareja. También sucede que estamos muy expuestos a los “no”, a hacer un montón de audiciones y que de repente te digan varias veces que no. Y ahí tu autoestima empieza a afectarse.
¿Tuviste muchos “no” en tu carrera?
Creo que sí, pero porque también me arriesgué mucho. Cuando estaba en Europa salí de una compañía y pensé que entrar a otra iba a ser rápido. Y no. Todo el mundo me decía “tenés que ir a esta compañía en Suiza, te van a amar, tenés el cuerpo, sos perfecta, obvio que vas a quedar”. Y de repente llegás y son quinientas aspirantes, y el coreógrafo quiere una chica asiática, o una más bajita. Y todas somos buenas, pero justo esa persona te tiene que querer a vos.
¿Hay un punto entonces en que la profesionalización es tanta que no alcanza solo con ser buena?
No, claro, tenés que ser especial. Por eso cuando llegó Bocca sentí eso de que alguien te vea como especial. Todas somos buenas, todas las que pasan ocho años de escuela tienen un muy buen nivel, además la escuela acá es muy buena, el tema es que tenés que tener algo más, no solo la técnica. Importa cómo contás la historia, el compromiso, lo que pasa cuando te subís al escenario.
Elementos que no da la academia. ¿Un fuego interno particular?
Puede ser. Yo lo que le digo a mis compañeras que son más tímidas es que tienen que ser generosas con lo que son y mostrarse tal cual. A veces eso no le gusta a los coreógrafos, pero ser fiel y genuina a lo que soy a mí me jugó a favor muchas veces.
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¿Te sentiste en un rol de referente en esta última etapa en el BNS?
Creo que muchos compañeros me lo hicieron sentir al decirme que me sentían como un ejemplo por haber tomado decisiones arriesgadas, al irme a una compañía contemporánea sin tanta formación, por jugármela. Eso te da confianza. Hay mucho cariño en el Sodre entre los compañeros, siento que puedo acercarme a ellos y decirle un par de cosas sabiendo que lo van a recibir con los brazos abiertos. Motivar a los otros me sale natural.
¿Cómo fueron las últimas conversaciones con María Noel Riccetto?
Con ella estuvo bueno que me dijera cómo lo vivió en su momento, y que me transmitiera la esperanza de que hay más, que se puede confiar en lo que viene. Eso de “yo lo viví y estoy viva”, que hay luz del otro lado.
Tu último baile va a ser Minus 16 y Swan Lake. ¿Es una buena despedida?
Es alucinante. Son dos ballets increíbles. Minus 16 ya lo hicimos y es una experiencia, justamente deja ver los límites del cuerpo, porque te lleva al extremo del extremo, no hay nada controlado como en el Ballet. Se trata de ir casi al error, a la caída, al suelo. Y es un placer trabajar con Juliano Nunes en Swan Lake. Trae un lenguaje nuevo, y para mí como bailarina irme así es el summum.
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¿Qué vas a hacer el 1° de setiembre, el día después de la última función?
Cae domingo. Pensé en almorzar con mi familia y después irme para afuera, a una cabañita. No sé, en Pan de Azúcar, Villa Serrana, algún lugar tranquilo. Escuchar los pájaros. Reírme. Llorar, supongo. Descansar.