El refrán es claro: “El que bien come y bien digiere, sólo de viejo se muere”. Por eso la Organización Mundial de la Salud insiste con la eliminación de las pantallas encendidas a la hora de sentarse a almorzar o cenar. Sobre todo en la infancia.
No es un capricho de padres que quieren compartir más charlas con sus hijos (aunque ese bien podría ser un argumento) o una cuestión de “malos” modales. Lo dice la ciencia: los celulares, las tablets e incluso la televisión encendida produce un efecto “distractor” del cerebro que deja de concentrarse en aquello que ingiere. ¿Y qué causa? El cuerpo deja de reconocer la sensación de saciedad y se sigue comiendo incluso sin hambre.
La última edición de la Encuesta de Nutrición, Desarrollo Infantil y Salud —cuyos resultados completos fueron publicados en el abismo de 2024— revela que más de la mitad de los niños de entre dos y cuatro años en Uruguay (y la cuarta parte de los lactantes) usan pantallas mientras comen.
Este (mal) hábito, dicen los autores del programa Uruguay Crece Contigo que redactaron el capítulo, requiere especial atención en los niños más chicos. No solo por la recomendación general de la Organización Mundial de la Salud que sugiere prohibir las pantallas a los menores de dos años sin importar el momento del día, sino porque “es importante” que quienes “están comenzando a comer, dediquen el tiempo necesario a la comida, explorando sus sabores, texturas y prestando atención a las señales que su cuerpo les envía”.
Las pantallas son, en la práctica, una extensión más del cuerpo. Pero las necesidades fisiológicas básicas del humano —léase el tiempo de sueño, la alimentación y hasta el desarrollo cerebral— no varían a la par del uso de la tecnología.
En los menores de dos años, la OMS desaconseja el uso de pantallas porque los “estudios sugieren que la exposición temprana puede tener efectos negativos en el desarrollo cognitivo, el sueño, y las interacciones sociales”. Se supone que durante los primeros 1.000 días de vida es cuando el cerebro alcanza su mayor evolución y necesita de estímulos distintos a los efectos distractores de luces y sonidos de las pantallas.
La Encuesta oficial, sin embargo, deja al descubierto un uso creciente de las pantallas en la infancia.
Pese a la crítica de la OMS, en la última medición se comprobó que los menores de un año pasan casi una hora diaria frente a pantallas (hace un lustro lo hacían, en promedio, 22 minutos).
Estos corrimientos en todas las edades, pero en especial en los más pequeños, están haciendo que caiga el porcentaje que de niños que cumplen con las recomendaciones de minutos diarios de pantallas.
Y también podrían estar incidiendo en las horas y calidad del sueño.
Más que descanso
A la hora del sueño el cuerpo cambia. Baja la temperatura, el cuerpo se refriera, el corazón descansa, los músculos se relajan, se fija la memoria, se restauran los neurotransmisores y un largo etcétera como toda máquina que requiere parar para luego continuar.
La Organización Mundial de la Salud establece parámetros de horas de sueño recomendables. Los niños de entre cuatro y 11 meses deberían dormir entre 12 y 16 horas al día. Cuando cuentan entre uno y dos años, lo aconsejable es un descanso de entre 11 y 14 horas. Y de los tres a cuatro años el sueño debería duran entre 10 y 13 horas.
¿Se cumple? El cumplimiento de las recomendaciones aumenta con la edad.
Las pantallas no son la única causa del incumplimiento de las horas de sueño recomendadas. El Observador había explicado cómo el incremento del consumo de bebidas estimulantes estaba afectando esos hábitos, así como algunos aspectos culturales del horario de cena y ejercicio físico estaba haciendo que los adolescentes se acuesten más tarde de lo que deberían.
Apocalípticos e integrados
Hubo un tiempo en que las redes sociales y las pantallas eran la panacea. Luego el péndulo fue al extremo contrario y pareció que las nuevas tecnologías eran la causante de todos los males. ¿Y ahora? Ese mismo péndulo está en movimiento y los países abonan políticas (y en el mejor de los casos evidencias) para lidiar con lo desconocido.
Brasil acaba de prohibir el uso de celulares en las escuelas: eso incluye no solo el aula, sino también el espacio de recreación. Es una política similar a la adoptada por algunas comunidades autónomas de España, zonas de Francia y Estados Unidos. Y es, a la vez, una medida un poco menos severa que la prohibición de uso de redes sociales por parte de adolescentes y niños que fijó Australia.
En Uruguay no está en discusión la prohibición del uso de celulares en clase. La normativa vigente (y el espíritu de los nuevos programas que impuso la transformación curricular) apuntan a que la enseñanza formal combine tiempos offlinecon otros en que se alfabetice (incluyendo críticamente) en el uso de tecnologías.
Los investigadores Pablo de los Campos y Matías Dodel lo había explicado en La Diaria con una analogía: “Imaginen la escena: un niño pequeño se acerca peligrosamente al borde de una piscina. Sus padres, casi por instinto, lo apartan y cierran la cerca que rodea el agua. Pero el tiempo pasa, el niño crece y la presencia del agua se vuelve cotidiana: ya no solo está la piscina del patio, también aparecen el arroyo del barrio y la playa con amigos. Con ello, los padres comprenden que prohibir el acceso no basta ni resulta realmente efectivo. Las cercas funcionan cuando los niños son muy pequeños, pero pierden sentido a medida que estos aprenden a abrirlas, ganan autonomía y conviven con el agua en su día a día. Prohibir la inmersión en el agua para evitar los riesgos también los priva de las experiencias enriquecedoras que el océano ofrece. La solución, entonces, no pasa por mantener la prohibición, sino por enseñar a nadar: darles las herramientas y la confianza necesarias para moverse con seguridad en su entorno. Y, por qué no, con algún guardavida en la vuelta”.
La prohibición es, en ese sentido, una opción extrema de la regulación. La catedrática en Psiquiatría Pediátrica, Gabriela Garrido, había dicho a El Observador que el camino “no es el prohibicionismo, es la regulación. Una regulación que es resorte de las familias (y no del Estado o las instituciones). Para un padre es muy difícil competir con un celular que tiene estímulos visuales, sonoros, intercambio con otros pares. Por eso hay que negociar a la interna de la familia: a veces solo escuchar música con un parlante, a veces una pantalla fija como lectura, a veces una PC en lugar de celular. Se habla de que no debería usarse los teléfonos móviles antes de los dos años. Pero poco se habla de cuál es la real necesidad de tener un celular propio antes de los 12 años. El niño merece opciones, atención, afecto”.