Después de que todos se fueron del hospital Militar, pasó la noche sola. Al otro día pasó lo que ya había vivido 25 veces en los últimos 14 años: la encapucharon y, sin explicación alguna, se la llevaron a otro lado. Podía haber sido como tantas veces antes: otro simulacro de fusilamiento, otro traslado, otro posible fin. Fue, sin embargo, el que puede contar ahora: cuando le sacaron la capucha, se dio cuenta de que estaba en la Jefatura de Policía de Montevideo.
Entonces empieza el viaje en la nube.
Alba Antúnez estaba ya aturdida, confundida, con muchas emociones chocando entre sí al mismo tiempo. Le hablaban, las otras presas que estaban ahí le decían cosas que no llega a recordar. Alguien, en ese entrevero de emociones, le dijo:
—Nos vamos.
Las mujeres cantaban. Otros presos comunes, desde otros pisos de la Jefatura, vitoreaban, las felicitaban, les deseaban suerte. Afuera, una multitud gritaba alegre.
Esa noche la pasó en una celda, grande, con baño. Esa noche, la que daba por finalizada el 13 de marzo y empezaba el 14, había de fondo una música suave, calma, que venía de la CX30. Era el sonido de una vida nueva que por fin iba a conocer.
Alba Antúnez, en una entrevista a pocos días de recuperar la libertad. Tenía 32 años
Alba Antúnez, en una entrevista a pocos días de recuperar la libertad. Tenía 32 años.
La guerra armada
Antúnez estaba acostumbrada a los sacrificios. Era la mayor de siete hermanos, de madre modista, padre que trabajaba cuando había trabajo. Era, como muchos otros de su edad, una niña adulta. Iba al liceo 17, cerca de donde estaba la Fábrica de Alpargatas, y los problemas de los obreros no le eran, ni a ella ni a sus compañeros, un terreno ajeno. Ya desde el principio de su etapa liceal era delegada de clase. Peleaba por el boleto gratuito, por cuestiones que hacían a su vida de estudiante, en un momento en que los movimientos latinoamericanos marcaban el camino. Cuba era un faro. Aunque en ese contexto, las luchas estudiantiles tenían sus consecuencias: golpes, gases lacrimógenos, disparos. En 1968, la muerte de Líber Arce.
Ya en el IAVA, donde hacía el preparatorio, Antúnez hizo contacto con el MLN, siempre atento a reclutar militantes. Ella no dudó: enseguida se integró al movimiento armado.
Todavía estaba en el liceo, pero participé de esas movilizaciones, fui gaseada muchas veces, fui golpeada como tantos compañeros y vi caer compañeros estudiantes al lado y viví la muerte de Líber Arce y viví la de tantos otros compañeros, y no nos lo contaba nadie, era lo que nos pasaba. Todavía estaba en el liceo, pero participé de esas movilizaciones, fui gaseada muchas veces, fui golpeada como tantos compañeros y vi caer compañeros estudiantes al lado y viví la muerte de Líber Arce y viví la de tantos otros compañeros, y no nos lo contaba nadie, era lo que nos pasaba.
En una época convulsionada, inestable y represiva, lo que quería era, dice ella más de medio siglo después, cambiar el mundo. Aunque era apenas una adolescente, sabía que aquello era cosa de vida o muerte.
—Yo era muy joven pero a mí nadie me engañó. Yo no era la mujer de nadie y siempre dije: por suerte estoy acá por lo que yo hago, cosa que enojaba, pero no, yo me sentía muy fuerte en eso, no es que yo diga todo estuvo bien, ni mucho menos, pero yo llegué ahí con una convicción de querer cambiar un mundo. Y seguí convencida durante toda mi cárcel de que eso era una cosa súper justa. Eso fue parte fundamental de mi fortaleza para resistir todo esto
—En el libro Rehenas, vos decís que odiás las armas. ¿Cómo hiciste para convivir con ese desprecio de las armas estando en un movimiento armado?
En ese momento, lo que nosotros considerábamos era que las armas eran necesarias, que no iba a haber ningún cambio por la buena voluntad. Éramos una organización clandestina político-militar, por lo tanto el arma era necesaria. Que fuera necesaria para defensa no quiere decir que hiciera apología del arma. Nunca me gustaron las armas en sí mismas y siempre detesté la apología del arma. Y en ese sentido conviví con ellas como una necesidad, pero no porque me hiciera feliz el arma o porque yo me sintiera súper mujer por tener un arma, nunca la viví de esa manera el arma. Nunca me sentí ni una súper heroína, ni un superhéroe, ni nada por el estilo. Conviví con ellas como una necesidad.
—¿Y cuáles fueron esos momentos de necesidad?
—No, no, no las usé nunca.
A los 18, detenida; a los meses, la fuga; a los 19, presa de vuelta. A los 32, la libertad.
La fiesta: una fuga de estrellas por las cloacas
Antúnez llegó a la Cárcel de Cabildo por algunas contradicciones en lo que dijo cuando la detuvieron.
El primero que cayó, en realidad, fue su esposo.
Porque aunque ella tenía apenas 18 años, había decidido casarse con su novio un tiempo antes, como una forma que habían encontrado de intentar pasar desapercibidos. Aunque no lo lograron del todo, debido a la elección de un traje celeste, con chaleco y pantalón oxford. La jueza no quería casarla así: el origen del problema era, justamente, el pantalón. Que pidiera prestada una pollera a alguna de las mujeres que estaban ahí, que se consiguiera otra cosa, porque así, con esa ropa, no había casamiento. Después de un tira y afloje, Antúnez se sacó el pantalón y se casó solo con el chaleco, que apenas le tapaba la bombacha.
Cuestión que la pareja compartió poco. Después de que lo agarraron a él, a Antúnez le hicieron una ratonera —operativo en el que las fuerzas tomaban la casa de la persona que querían capturar y la esperaban hasta su llegada— y la detuvieron. La versión que dio ante los uniformados fue apenas distinta de la que había dado su esposo.
Nuestro destino era cárcel o muerte, entonces queríamos estar juntos, y lo mejor era casarse. Nuestro destino era cárcel o muerte, entonces queríamos estar juntos, y lo mejor era casarse.
Ya en manos de la Justicia —era 1971, la dictadura no había empezado, pero sí las medidas prontas de seguridad— el juez consideró que procesarla era la única forma de que el Estado no le perdiera el rastro. Si caía en los cuarteles, no le daba garantías de qué podía pasar con ella.
Apenas entró en la cárcel de Cabildo, se enteró de que se estaba planificando una fuga. No era que ella tuviera intenciones de irse del país o alejarse del MLN. Si se escapaba, era para seguir militando. Otra vez, Antúnez no dudó.
Nosotras fuimos muy disruptivas al ser parte de una organización político-militar que buscaba un cambio de esas características. Como mujeres fuimos muy disruptivas. Rompimos mucho las normas. Nosotras fuimos muy disruptivas al ser parte de una organización político-militar que buscaba un cambio de esas características. Como mujeres fuimos muy disruptivas. Rompimos mucho las normas.
El túnel empezó a construirse desde afuera hacia adentro. Mientras tanto, las mujeres preparaban todo. En el penal había que haber suficiente ruido como para que los golpeteos de afuera no llamaran la atención de las celadoras. Se preparaban, dijeron ellas, para un festejo. Por supuesto, para eso tenían que ensayar.
Habían pedido permiso para acostarse más tarde y así poder estar prontas para la celebración. Cantaban, cosían, armaban decoración, tiraban de la cisterna, abrían las canillas. El agua tenía que irse antes, limpiarles el camino. Mientras tanto, desde afuera, no dejaban de picar. Armaron muñecos tamaño humano, diseñaron polleras que se enrollaban en la cintura para el día —la noche— del escape.
La cabeza, también, tenía que aprontarse.
—Estaba el mentalizarnos en un operativo, y el contenernos, porque hubo muchas que salimos y hubo otras poquitas que se quedaron por distintas razones. Qué hacíamos, cómo hablábamos, algunas dudaron hasta el último momento, no era una obligación para nadie y lo hacía quien quería y, quien no, se quedaba, no había ningún problema. Todo eso también era muy conversado. Había una compañera, María, por ejemplo, que tenía la panza así (tenía un embarazo avanzado), era imposible que se fuera. Entonces, bueno, “¿cómo te sentís para eso? Te van a preguntar…”, qué decir respecto a lo que sabía y a lo que no sabía. Era un tema todo aquello, ¿no?, todas esas decisiones… conversar unas con otras, contenernos mucho. Yo creo que eso en nuestra militancia es algo que no está suficientemente conversado: el tremendo nivel de solidaridad y amor que había entre nosotros
La noche del 30 de julio de 1971 fue el momento de ejecutar el plan. La bebé de Lucy, una de las mujeres que se quedaba, no paraba de llorar.
Cada diez presas tenía que ir una referente. Había que reptar a determinada velocidad. No podían parar. No podían incorporarse. Apenas pasaban, apretadas, hasta llegar a las cloacas. Alguien, en el camino, las iba ayudar a girar, en una especie de codo que se hacía en el túnel, para poder entrar en la red cloacal.
Afuera las iban recibiendo. Se sacaron la ropa podrida de haber pasado por las cloacas y la tiraron en unos palangones. Se desarrollaron las polleras. Volvían a estar vestidas. De una fila de cajas de zapatos iban agarrando los que eran de sus talles. Para cada una había, también, una 38 corta. Llovía a mares. Tenían hasta pilots. En la calle, varias camionetas se iban llevando a las 38 presas que se habían escapado. De ahí a los berretines —escondites— donde estuvieron durante meses. La clandestinidad.
Después, adentro otra vez: la cárcel larga, la etapa de rehén, las torturas. Sabemos qué están haciendo tus padres, sabemos adónde va tu hermana hoy. Las idas al baño, no más de tres al día. Los rottweilers que se le iban encima. Los gritos. El clac de las metralletas.
Conocí las cosas más negras del ser humano, sí, pero también vi aspectos de luz. Entonces yo creo profundamente en eso. Creo profundamente en los aspectos luminosos. Conocí las cosas más negras del ser humano, sí, pero también vi aspectos de luz. Entonces yo creo profundamente en eso. Creo profundamente en los aspectos luminosos.
En esa oscuridad que describe, la luz fue, por momentos, un soldado.
—Yo estaba en situación de rehén, en una situación muy difícil. Y cantaba. Cantaba cosas que me podían traer consecuencias, pero bueno, eran las que yo sentía. Y un día estaba cantando una, Orejanos estaba cantando, y viene un guardia y me dice, ¡no cantes eso, que te van a golpear, no cantes eso! Ese guardia, que supuestamente no me podía hablar, era un niño, siempre que entraba de guardia me hablaba. Habíamos establecido una buena relación. Un día desapareció. Y alguien me dijo ¿sabes lo que pasó? Le dijo al comandante que él estaba dispuesto a casarse contigo. Porque si él se casaba conmigo, iba a ser la esposa de un militar y por lo tanto nunca iba a poder hacer nada malo, y él se iba a encargar de que yo no hiciera nada malo. El pobrecito desapareció de ahí. Era el sumo de la inocencia de alguien que era tan joven como yo.
La nueva vida empezó el 15
La gente había acampado durante días para ver la salida de los últimos presos políticos. Las últimas cinco mujeres también se fueron ese día. Antúnez fue, además, la última en subirse a la camioneta, y la última en llegar a su casa. Levantaba una bandera que había hecho durante el tiempo de reclusión, mientras en las calles la gente la festejaba.
—¿Cómo fue volver a tu casa después de 14 años?
—Fui a un barrio que no conocía. Mi padre trabajaba en una chatarrería y en el costado de la chatarrería estaba una casita, una casucha. Era tanta la cantidad de gente que había, tanta la cantidad de gente, totalmente desconocida para mí. Había una cuerda de tambores que tocaba permanentemente, estaba toda mi familia, era la que conocía, pero había un montón de gente que yo no conocía. Bajé de la camioneta y una vecina que tampoco conocía, me puso una medallita para que me protegiera.
En la chatarrería habían puesto una tabla sobre dos caballetes y un mantel de nylon sobre el que se esparcía el banquete. Los vecinos habían llevado para picar. Un sobrino de Antúnez, que cumplía esa noche siete años, preguntaba dónde estaba su torta.
Con la cuerda de tambores, la música, la comida, estuvieron hasta las 4 de la madrugada. La mamá de Antúnez la perseguía a todos lados. Le pedía: tenés que descansar.
A las 7.30 de la mañana, a la casa de Antúnez llegó una nota escrita a mano. Era de alguien del MLN que la citaba Parroquia de los Padres Conventuales Franciscanos, lugar que se había convertido en punto de encuentro de quienes resistían la dictadura. El día anterior allí se habían sacado la foto varios de los presos políticos liberados ese último día, en la que las cinco mujeres se habían quedado afuera. No llegaron a enterarse.
Antúnez se tomó el 49, con la ayuda de su padre, que la acompañó —ella no sabía cómo llegar—, y ahí estaban reunidos varios de los liberados. La idea era hablar cómo reinsertarse en la vida nueva, cómo seguir bajo las reglas de la democracia. Fue entonces que Alba Antúnez conoció a Diego: tenía una mirada infinita, caminaba mientras fumaba un tabaco armado, y hablaba con parsimonia. ¡Dale, Camello!, lo apuraba el resto. ¿Por qué, qué apuro hay?, pensaba Antúnez.
Con Diego siguió después toda su vida hasta hoy. Con él tuvo dos hijos. Primero Leandro, después Andrea.
Y se reinsertó en el trabajo: primero en la cafetería de la Facultad de Arquitectura, donde le pidieron por primera vez una 7up —¡¿una qué?!—, aprendió lo que era un fixture, y cuánto valían las nuevas monedas. Era un mundo totalmente diferente.
Alba Antúnez, en uno de sus trabajos posteriores a haber quedado en libertad
Alba Antúnez, en uno de sus trabajos posteriores a haber quedado en libertad.
No tengo más que palabras de agradecimiento para la vida. Me ha dado oportunidades a todos los niveles y de todas formas, no tengo más que palabras de agradecimiento para la vida. Me ha dado oportunidades a todos los niveles y de todas formas. No tengo más que palabras de agradecimiento para la vida. Me ha dado oportunidades a todos los niveles y de todas formas, no tengo más que palabras de agradecimiento para la vida. Me ha dado oportunidades a todos los niveles y de todas formas.
—Si la vida te pusiera de vuelta en ese lugar, en esa adolescente que empezó a militar, ¿tomarías otras decisiones?
—Es muy difícil hacerlo contrafáctico, ¿no? Es decir, lo que podría haber sido no fue, fue como fue. Lo que sí estoy convencida, por mi personalidad, es que los compromisos los asumo igual.
—¿Qué aprendizajes te quedaron?
—No sé si son aprendizajes, son reflexiones como permanentes que tengo. Una es que como sociedad hemos hablado poco de qué nos pasó con los seres humanos en esta sociedad. Los que sufrimos el terrorismo de Estado y los que impusieron el terrorismo de Estado y los que participaron de distintos grados. ¿Qué nos pasó en nuestro interior? Cosas que nunca pasamos en limpio entre nosotros, en nuestras familias, con nuestros hijos, con nuestros nietos, con nuestros amigos, y que de repente afloran y vos ves que eso nos ha marcado. Las marcas de una dictadura se mantienen por generaciones. Las rejas materiales en un punto se abren, pero nuestras rejas interiores, las fortalezas interiores que nosotros mismos nos impusimos para resistir eso, son mucho más difíciles de derribar. Alguien que nunca estuvo ni cercano a una cárcel tiene marcas de eso, tiene marcas del terrorismo de Estado y eso hay que conversarlo. Y la otra reflexión es sobre los miles y miles de chiquilines que tenemos encerrados hoy en las cárceles. Chiquilines que no tienen las herramientas que nosotros teníamos para enfrentar eso, que en su enorme mayoría son analfabetos, que no optaron por una utopía en la que creen, como nosotros, que sufrimos las consecuencias de la cárcel, pero por esa utopía ellos no la tienen, no saben ni siquiera si tienen un futuro de ningún tipo y lo que me parece aún peor, no sé si tienen un recuerdo positivo al que aferrarse. Nosotros teníamos una sociedad que nos esperó con los brazos abiertos. Ellos tienen una sociedad que los desprecia, que los ignora. Yo a veces por instante los ignoro, porque si no me derrumbo. Esos chiquilines tienen que estar presentes en nosotros porque no hay una mejor sociedad si no es con ellos. Y si me preguntas qué me gustaría hacer, digo yo a esta altura de la vida lo que quiero es abuelar. Esos chiquilines también necesitan aunque sea cariño, básicamente cariño y a esta altura de la vida digo yo quiero seguir aportando en lo que sea capaz: abuelando en lo que sea.