“La nueva democracia uruguaya”. Así comenzó el informativo central de televisión de Globo, hace cuarenta años, cuando se anunciaba el resultado de las elecciones —no exentas de proscripciones y presos políticos— que daban fin a la dictadura y marcaban el retorno a la “nueva democracia”. Desde entonces —y contando la administración en curso— hubo seis presidentes, ocho mandatos y tres partidos que llegaron al poder. ¿Cuál fue el mejor?
Esa fue una de las preguntas que hizo la encuesta de El Observador, la Unidad de Métodos y Acceso a Datos de Ciencias Sociales, y el docente de Estadística Juan Pablo Ferreira de la Universidad de la República. Y el resultado dice mucho más que un simple resultado.
A continuación, el ranking:
El frenteamplista Tabaré Vázquez —en su primera gestión que comenzó en 2005 y acabó en 2010— es el mejor evaluado. Lo sigue el nacionalista Luis Lacalle Pou (2020 a 2025) y, completa el podio, el colorado Jorge Batlle (2000 a 2005). ¿Casualidad?
Si las preferencia políticas fueran obra de la razón pura, bien podría pensarse en una batería de indicadores que puntuasen a los gobiernos: el índice de desarrollo humano, la inflación, los homicidios y suicidios, el reparto presupuestal, la pobreza, las cárceles, los aprendizajes educativos, los acuerdos internacionales…
Pero desde hace más de 70 años que la Sociología sabe que el electorado se mueve según fuerzas que van más allá de la razón. En la Universidad de Michigan, por ejemplo, demostraron con sucesivas investigaciones que la decisión de votar por tal o cual candidato está marcada por una identificación partidaria previa. Para decirlo más sencillo: informarse sobre quién fue el mejor presidente o a quién conviene votar es engorroso, entonces el afecto o cercanía a un partido funciona como un atajo para tomar la decisión.
Ese sesgo es posible que se observe en las redes sociales en los minutos inmediatamente posteriores al debate presidencial de este domingo. Porque salvo que pase un cataclismo dialéctico —como la última performance del estadounidense Joe Biden— ya se sabe el ganador: los simpatizantes de Álvaro Delgado dirán que él fue el mejor, y los hinchas de Yamandú Orsi sostendrán que su candidato venció.
Bajo este modelo de Michigan, los votantes frenteamplistas puntúan mejor a presidentes de su partido (el primer Vázquez a la cabeza). Los blancos a Lacalle Pou, y los colorados a Jorge Batlle (sin que pese tanto la mayor crisis financiera de la historia reciente).
¿Y los indecisos, los que votaron en blanco o anulado? Ahí está la clave en este modelo de Michigan. Son esos “no alineados” los que pueden inclinar la balanza en elecciones reñidas. Para el caso uruguayo, los indecisos se reparten en partes iguales entre Vázquez, Lacalle Pou y Batlle, pero los en blanco y anulado evalúan mejor al frenteamplista.
Más allá de banderas partidarias
Paul Lazarsfeld, el famoso cientista social que hizo escuela en la Universidad de Columbia, planteó un modelo distinto: el comportamiento electoral es el resultado de las características sociales de las personas. Y demostró que los pobladores de zonas rurales votaban distinto a aquellos en áreas industriales. Los jóvenes tenían una conducta electoral diferente a los más veteranos. Los ricos versus los más pobres.
El modelo de Columbia explica, en parte, que el Frente Amplio vote mejor en Montevideo que en el interior más profundo (y que casi la mitad de los montevideanos vean al primer Vázquez como el mejor presidente de Uruguay tras la dictadura). O que las mujeres, ahora más corridas a la izquierda, aprecien más que los varones al primer mandatario del FA.
Pensar qué vino antes —si las características sociales o la identificación partidaria— es una disyuntiva tan compleja como la pregunta del huevo y la gallina. Incluso los estudios más modernos toman parte de ambas escuelas. Y es entonces cuando surgen las novedades.
Vayamos a un ejemplo en el comportamiento electoral uruguayo. Antes de llegar al gobierno por primera vez, el Frente Amplio votaba “muy bien” en sectores profesionales. Era una izquierda clásica, en el sentido de que las ideas más progresistas las tenían aquellos “intelectuales” situados a la margen izquierda del monarca.
Pero el FA “perdió (y no recuperó) parte de la clase media profesional entre las elecciones de 2009 y 2014”, explicó Eduardo Bottinelli, de la consultora Factum. En ese cambio de ciclo subió en las clases bajas sin tanta pertenencia partidaria y con un voto volátil (efecto Mujica, le llamaron).
Para el siguiente ciclo, 2019, la izquierda pierde parte de ese sector más vulnerable que fue a parar a Cabildo Abierto. Al mismo tiempo, siguió la merma profesional, esta vez yéndose a apoyar a Ernesto Talvi. ¿La consecuencia? Perdió el poder.
Ahora, dice Bottinelli, el FA “recupera parte de lo perdido en clases bajas y media-baja”. Pero no está claro si eso le dará para revertir el resultado adverso del ciclo anterior.
La encuesta de El Observador y los académicos de la Universidad de la República es, en este sentido, consistente con los cambios (y continuidades) sociales. Lacalle Pou, por ejemplo, está dejando su mandato con niveles de popularidad comparativamente altos, aunque en menor medida que el primer mandato de Vázquez.