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El reencuentro de un amor, el abrazo con la hija y el fin de una vida entre paréntesis: la salida de los últimos 47 presos políticos de la dictadura

Hace 40 años salían en libertad los últimos 47 presos políticos, después de horas tensas y de largos debates en los que se terminó por aprobar la ley de amnistía que empezó con el proceso de pacificación en Uruguay

14 de marzo 2025 - 5:00hs

La calle San José no daba abasto. Una multitud gritaba, desaforada, en la puerta de la Jefatura de Policía de Montevideo. Eran cientos —miles—, que se habían ido aglomerando desde hacía días. Adentro, Alba Antúnez se sentía en una nube. Estaba abrumada. Todo pasaba muy rápido: la ida al Hospital Militar, los traslados, la salida, la llegada a la Jefatura. Los presos conversaban entre sí de cosas que no recuerdan. Se iban, parecía un hecho, pero todavía no lo era. Mientras los de afuera festejaban con gritos y cánticos —Tupas, hermanos, aquí los esperamos; Sendic, escucha, tu lucha es nuestra lucha—, los de adentro todavía estaban demasiado mareados como para entender lo que estaba pasando.

Graciela Jorge, que recién había sido trasladada desde Punta de Rieles, vio por primera vez a su esposo, que también estaba llegando a la Jefatura. Parecía el mismo Ñato (Eleuterio Fernández Huidobro) que hacía 14 años, cuando los dos cayeron. Se veía normal, hablaba bien. Cruzaron unas pocas palabras. En minutos, los dos iban a volver a abrazar a su hija, a quien habían tenido en el encierro, y que ya era adolescente.

A las 19.15 horas del jueves salió la primera tanda. Tres camionetas, una de ellas blindada, llevaban a las últimas cinco integrantes del MLN que todavía quedaban presas: además de Jorge y Antúnez, Elena Vasiliskis, Beatriz Perla Garrido y Berta Aguirre. A las 20.05 volvió a abrirse la puerta del garaje de la Jefatura, esta vez con un camión abierto y otro blindado de la Guardia de Granaderos: el turno de los hombres. A Raúl Sendic, de los primeros en salir, lo había ido a buscar el senador Hugo Batalla, que además era su abogado. En esa camioneta también se fue el Ñato.

Julio Faravelli había llegado la noche anterior desde el penal de Libertad y estaba ahora en el cuarto piso de la Jefatura. Sentía desde allí el coro de gritos. Se estaba poniendo nervioso: no lo llevaban. Quedaban siete hombres de los 42 que habían llegado. Al final, lo fueron a buscar para subirlo a la camioneta.

Rodolfo Wolf, sentado en un banco largo de la Jefatura, había estado viendo la salida del resto de sus compañeros hasta el último minuto. Iban saliendo por orden alfabético. Él, que era W, se empezó a preocupar: “¿Se habrán olvidado de mí?”.

La última tanda fue a las 8.45 de la noche.

Los autos se fueron al este por San José y se perdieron de visita al agarrar al sur, por Yaguarón. Varios de los hombres se fueron a la parroquia de los padres Conventuales, donde darían una conferencia para anunciar que se sumaban a la lucha democrática con los recursos que les daba la ley. Las cinco mujeres no se enteraron. Antúnez, que fue la última en bajar del auto, iba flameando una bandera que había conservado durante un tiempo, hasta llegar a la casa de sus padres, a un barrio que no conocía.

Ninguno conocía las calles a las que acababan de salir. El 14 de marzo de 1985, cinco mujeres y 42 hombres —entre ellos, los rehenes— se convirtieron en los últimos presos políticos en salir en libertad después de la restauración democrática.

Aunque la salida, como todo en aquel tiempo, no fue simple.

Amnistía en debate

El despliegue de liberación y festejos se dio después de una seguidilla de acciones —y discusiones— que no permitían el más mínimo contratiempo.

La Suprema Corte de Justicia había pedido al Supremo Tribunal Militar que enviara, por teléfono, a modo de adelantar la salida, los nombres de todos los que quedaban por liberar. Sobre el mediodía se empezaron a librar los oficios a los centros de reclusión.

Todo era nuevo. Todo pasaba rápido. El 1° de marzo había asumido la presidencia Julio María Sanguinetti, y apenas horas después, el país entero se había puesto a discutir, desde las mesas de los bares hasta la cúpula más alta del gobierno, la liberación de los últimos presos políticos.

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Una multitud esperaba la salida de los presos de la Jefatura de Policía de Montevideo. Recorte de la edición impresa del diario El País.

Una multitud esperaba la salida de los presos de la Jefatura de Policía de Montevideo. Recorte de la edición impresa del diario El País.

En el Parlamento, el sentir era unánime —los presos tenían que salir— pero en los matices afloraba la polémica. ¿A qué presos se iban a liberar? ¿A todos? ¿A los que fueron condenados por la Justicia Militar? ¿A los que habían cometido homicidios o secuestros? La línea quedó trazada entre quienes pedían una amnistía general e irrestricta —es decir, todos los presos políticos, sin distinción— y quienes ponderaban un camino distinto para quienes habían cometido delitos de sangre.

En Diputados se aprobó, dos minutos pasada la medianoche del 7 de marzo —en una sesión que había empezado a las cinco de la tarde— la iniciativa que proponían el Frente Amplio, el Partido Nacional, y la Corriente Batllista Independiente, que se volcaban por la amnistía irrestricta. No sin antes una gran discusión y varios campaneos del presidente de la cámara que intentaba calmar a las barras alborotadas.

Esa primera votación no dejó conforme al presidente Julio María Sanguinetti, que no quería que en la misma bolsa se incluyeran los presos que habían cometido delitos comunes. Fue así que, casi de inmediato, hizo una cadena nacional de radio y televisión en la que cuestionaba el hecho de que los legisladores ni siquiera hubieran analizado el proyecto de ley de Amnistía que había enviado el Poder Ejecutivo.

“Lo que decimos hoy es lo mismo que decíamos ayer: creemos que el país necesita una amnistía generosa, pero que debe efectuar un deslinde moral entre la situación ordinaria de los presos y aquellos que cometieron homicidio. Queremos encontrar soluciones honorables para todos y sobre todo, no deseamos que se termine con los presos de rehenes de los presos de un enfrentamiento político, ni tampoco con una solución legal que eluda condenar claramente el empleo de la violencia".

"Apelamos, una vez más, al espíritu patriótico de los dirigentes de todas las colectividades. El país no puede deslizarse hacia enfrentamientos políticos cuando precisa, más que nunca, unir esfuerzos solidarios para enfrentar una crisis económica profunda como no ha conocido el pasado”. "Apelamos, una vez más, al espíritu patriótico de los dirigentes de todas las colectividades. El país no puede deslizarse hacia enfrentamientos políticos cuando precisa, más que nunca, unir esfuerzos solidarios para enfrentar una crisis económica profunda como no ha conocido el pasado”.

Las reuniones se sucedían una atrás de otra. Sanguinetti, Wilson Ferreira Aldunate, Líber Seregni, los tres líderes de cada fuerza política intentaban llegar a una propuesta equidistante de todas las posturas. En las barras estaban atentos a cada intervención, para aplaudir o abuchear lo que fuera necesario. Alentaban. U ru guay, U ru guay. El presidente de la cámara amenazaba con desalojarlos.

El 7 de marzo, en el Senado se puso a trabajar una comisión conformada por los tres partidos políticos para alcanzar un proyecto con el que todos estuvieran de acuerdo. Esa sesión operó desde las 9 de la mañana hasta el mediodía. De ahí surgió un nuevo proyecto, que tomaba como base el proyecto aprobado en Diputados pero incluía algunos matices: proponía la salida de casi 200 presos primero, y luego habría un trámite un poco más largo para los presos que estaban condenados por delitos de sangre.

Al momento de iniciar la discusión en el Senado, las tensiones volvieron a aflorar: había sobre la mesa cuatro versiones distintas sobre las que discutir la amnistía: la que venía aprobada de Diputados, la que proponía la comisión del Senado que recogía un común acuerdo de todos los partidos, la presentada por el Poder Ejecutivo, otra del Frente Amplio y una de La Unión Colorada y Batllista. Lo que empezó a las 17.30 de la tarde se extendió, otra vez, hasta la madrugada. El meollo de la discusión, el problema fundamental, era el alcance de la ley.

El Frente Amplio, que sabía que tenía un sector de la sociedad que lo miraba con desconfianza, enfatizaba en eso de concertar, una palabra que había usado Líber Seregni minutos después de su liberación y que querían convertir en parte de su identidad. El senador Germán Araújo, en defensa de la postura frenteamplista de aprobar una amnistía irrestricta, decía que estaban ante un momento dramático, y le pedía a Sanguinetti que, por favor, no vetara la ley una vez que se aprobara. Aunque era evidente que eso no estaba en los planes del —recién puesto a prueba— nuevo gobierno.

Araújo dijo en esa sesión: “Si no vamos a ser severos con ellos —los militares—, ¡¿cómo vamos a serlo con quienes han padecido torturas, con quienes han tenido la suerte de no morir a pesar de las torturas que les fueron hechas?! ¡¿De qué manera podemos honrar a los que murieron cuando, por otra parte, sabemos que en las cárceles también lucharon por la democracia?!".

Lo que pedía era hacer oídos sordos, la vista gorda.

—Sé, también, que alguien puede decir que ahora estamos hablando de homicidas. Sí, como en la historia, estamos hablando de homicidas. Podríamos hacer muchas consideraciones más y seguramente las tengamos que hacer en la noche de hoy. Lamento tener que decir, señor presidente, que para poder pacificar este país, muchas veces deberemos hacer la vista gorda, porque no vamos a poder encarcelar a todos los hombres que han cometido delitos durante estos años, no vamos a poder lograrlo. Es más, no hay ninguna conversación en la que no aparezca y donde se diga: sí, es cierto, pero no se puede hacer porque necesitamos fortalecer la democracia y necesitamos pacificar al país.

"Nosotros estamos de acuerdo, en muchos casos, repito, vamos a tener que hacer la vista gorda, porque desgraciadamente no podremos encerrar a todos los cómplices, que son decenas de miles, y por eso no vamos a poder encarcelar a todo el mundo. Además, si nosotros hablamos de pacificación para no encarcelar a todo el mundo para que la democracia no corra riesgos, me pregunto por qué en este caso, tratándose de pocos hombres que tanto han sufrido, no estamos dispuestos a dar este paso, haciendo oídos sordos, y sí lo estamos para los demás casos". "Nosotros estamos de acuerdo, en muchos casos, repito, vamos a tener que hacer la vista gorda, porque desgraciadamente no podremos encerrar a todos los cómplices, que son decenas de miles, y por eso no vamos a poder encarcelar a todo el mundo. Además, si nosotros hablamos de pacificación para no encarcelar a todo el mundo para que la democracia no corra riesgos, me pregunto por qué en este caso, tratándose de pocos hombres que tanto han sufrido, no estamos dispuestos a dar este paso, haciendo oídos sordos, y sí lo estamos para los demás casos".

Carlos Julio Pereyra, senador blanco, le respondió:

—Nosotros, la inmensa mayoría de nuestro partido, no nos encontramos dentro del grupo de personas que eso le han manifestado, puesto que no pactamos ningún compromiso con los militares que usurparon el poder en este país durante doce años.

La barra se llenó de aplausos. La campana del hemiciclo reclamó orden.

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Recorte de época de la edición impresa del diario El País.

Recorte de época de la edición impresa del diario El País.

—No sé cuál de los dos proyectos saldrá (si el de Diputados o el del Ejecutivo) pero lo que sí veo es que los que no salen son los presos —comentó el senador colorado Carlos Cigliuti.

Otro colorado, el senador Pedro Cersósimo, citó en su intervención una columna del abogado Washington Beltrán en el diario El País, que casi un año antes había escrito: “No puede válidamente sostenerse hoy que la pacificación del país demanda que quienes asesinaron, o hirieron a mansalva, o quienes aprisionaron sin piedad, vean extinguido sus delitos".

"El pueblo, la gran mayoría del pueblo uruguayo es más que ajena: es contraria a esa pretensión. No admite que la fraseología de un disfraz ideológico quite al crimen su carácter de crimen”. "El pueblo, la gran mayoría del pueblo uruguayo es más que ajena: es contraria a esa pretensión. No admite que la fraseología de un disfraz ideológico quite al crimen su carácter de crimen”.

—Mi mano nunca dejará de levantarse cuando se trate de votar algo que borre para siempre todo vestigio de herida que hayamos heredado de la oprobiosa dictadura, de la que no queremos una sola sombra de recuerdo en el país —dijo el blanco Juan Raúl Ferreira.

Su compañero de bancada, el senador Dardo Ortíz, fue más allá:

—¡Cómo no va a hacer mella en mí el espíritu el drama de esas familias que fueron contando las hojas del almanaque esperando, muchas veces desesperanzadas, el día en que volverían a abrazarse con sus padres, sus hijos, o sus hermanos! ¡Al fin, ha llegado ese día para ellos! Dentro de pocos días, y ojalá sea dentro de pocas horas, esas familias volverán a encontrarse con sus seres queridos.

Cuando llegó el turno de Luis Alberto Lacalle Herrera, eligió decir lo siguiente:

—Supimos de la bomba que en medio de la noche aterroriza y destruye los bienes materiales; los interrogatorios con la cara tapada en esas noches que se tornan largas. Pero ni de una u otra cosa extremo rencor, sino más bien comprensión. El doctor Herrera decía que le gustaba decir: Porque soy tiento tan sobado por la vida, soy tolerante y aprendo a comprender a los demás.

"Yo pido a todos aquellos que hayan pasado por esta experiencia, que no abriguen un sentimiento de revancha, ni el deseo de equilibrar la cuenta, sino para decir: ¡nunca más entre nosotros, señor presidente, matar por ideas, echar gente de los empleos y meter presos a personas por sus ideas! Creo que ese es un clamor que hoy el país está repitiendo". "Yo pido a todos aquellos que hayan pasado por esta experiencia, que no abriguen un sentimiento de revancha, ni el deseo de equilibrar la cuenta, sino para decir: ¡nunca más entre nosotros, señor presidente, matar por ideas, echar gente de los empleos y meter presos a personas por sus ideas! Creo que ese es un clamor que hoy el país está repitiendo".

Sobre las 2.45 de la madrugada del 8 de marzo, los senadores terminaron por aprobar la amnistía general —aunque no irrestricta— que habían elaborado en la comisión esa mañana. Una vez vigente, hacía caer todos los regímenes de vigilancia, todas las órdenes de captura y requerimiento, todas las limitaciones vigentes para entrar al país. Una hora más tarde se levantó la sesión.

Ese mismo día a las nueve de la noche, se aprobó el nuevo proyecto en la Cámara de Diputados. De inmediato, Sanguinetti lo promulgó.

La nueva ley establecía que primero salían los presos políticos sin delitos graves. Los restantes, autores o coautores de homicidio intencional consumado, demorarían unos días más, mientras el Supremo Tribunal Militar pasaba el listado con sus causas a la Suprema Corte de Justicia. Para estos últimos, la Justicia liquidaría la nueva pena computando tres días de prisión por cada día efectivamente preso.

El domingo 10 de marzo, la cárcel de Libertad —donde estaban los hombres— y la de Punta de Rieles —donde estaban las mujeres— empezaron a vaciarse. Primero salieron 193, la mayoría hombres, y 20 mujeres. Quedaron para el final 63, que fueron saliendo los días siguientes. El jueves 14 fue el turno de los últimos 47. Quedaban horas para que se venciera el plazo.

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Salida de los últimos presos. Recorte de época del diario El País.

Salida de los últimos presos. Recorte de época del diario El País.

Alba Antúnez llegó a un barrio que no conocía, al lado de la chatarrería donde trabajaba su padre. Tenía 34 años pero en algunas cosas era como si empezara de cero: tenía que aprender a tomarse ómnibus, a conocer las nuevas monedas, a entender lo que era una 7up o un fixture. A Graciela Jorge la recibían en la casa donde vivía su hija, con la familia que la había criado, y empezaba a rearmar su familia, también con su esposo, Eleuterio Fernández Huidobro, que hacía 14 años que no veía. Durante la cárcel larga —como le llama a la segunda etapa de prisión— apenas se habían podido mandar unas pocas cartas. Rodolfo Wolf también volvió para encontrarse con su esposa, que había hecho su propio camino. Su hijo, que tenía 13 años, se ponía nervioso: se daba cuenta de que había cosas que su padre no sabía.

Después de más de una década entre paréntesis, volver a ser personas de la sociedad implicaba todo un desafío.

Ese, igual, era un asunto para el día siguiente.

Embed - Alba Antúnez: "Fuimos muy disruptivas al ser parte de una organización político-militar"

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