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28 de febrero 2025 - 5:00hs

Los reflectores apuntan a él. Las luces bailan sobre el escenario mientras una multitud corea cánticos de victoria. Yamandú Orsi, el protagonista, cierra una campaña electoral larga y agotadora en la que tuvo que sortear, incluso, una denuncia con inventos en su contra. Es el último impulso antes de las urnas. El Velódromo es una fiesta anticipada, donde miles de personas festejan incluso antes de conocer el resultado.

Esa noche del 22 de noviembre había dos ausencias importantes. Marcos Carámbula, su padrino político, el que le abrió las puertas de la secretaría general en la Intendencia de Canelones, el que lo apadrinó y vio crecer, llamó para disculparse:

—No voy a poder, tengo que ir a ver a Laura.

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Laura Alonsopérez, la esposa del ahora presidente, fue la otra ausencia. Las luces también bailaban sobre ella en otro escenario. Tenía su propio auditorio celebrándola. Presentaba en el Teatro Solís junto a su compañía de danza contemporánea un espectáculo que, dicen quienes la vieron, la define por completo.

Mientras tanto, cada vez que alguien le largaba un guiño con la pregunta de cómo se veía como primera dama, ella respondía con un grito simpático, casi un juego de evasión:

—¡Callaaaate!

Así como la ven, su apellido hereda una historia de renombre: Alonsopérez, como la avenida que atraviesa San Rafael, en Punta del Este. Alonsopérez, como Laureano, su bisabuelo, que llegó de Galicia analfabeto y se convirtió en un empresario forestal que se dedicó al desarrollo de su comunidad. Alonsopérez: tataranieta de un hombre de apellidos Alonso y Pérez, y de una mujer de apellidos Pérez y Alonso.

Así como suena la historia de alguien que, cuando nació, hace 54 años, no llegó a ver nada de toda aquella vida antepasada. Su bisabuelo Laureano repartió la fortuna con una casa para cada uno de sus ocho hijos, y se fue a Buenos Aires, su segunda patria.

Ella, la bisnieta, se crio en una familia que, más allá de su apellido, caía en una típica clase media fernandina: escuela pública, clases de piano con la vecina, danza, teatro. Padre de tradición blanca, empleado de una fábrica de cerámicas y después funcionario de la intendencia; madre, primero ama de casa, después administrativa del Poder Judicial.

Desde entonces se diferenciaba de sus hermanas por su inclinación hacia el arte. No porque las otras dos —la más grande y la más chica— no tuvieran ese interés, sino porque ellas terminaron optando por otras carreras: Ana Inés, la mayor, psicóloga; Mariana, la menor, bióloga.

Laura, la del medio, baila.

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Ese fue el trato cuando se mudó a Montevideo. Sus padres se divorciaron, ella era apenas una adolescente, y la condición que le ponía a su madre para tal cambio de vida era que quería seguir profesionalizándose, estudiar danza.

—El trato se cumplió. Y, bueno, hoy soy bailarina, después de muchos años. Si tendrá importancia para mí la danza. Es muy importante en mi vida, y lo va a seguir siendo —dijo en una entrevista en 2012 en el programa Calidad de Vida. La habían convocado por eso: para que hablara sobre lo que la definía, del baile como terapia.

—Qué bueno, Laura, el baile como agente terapéutico, ¿no? —le dio pie el conductor Juan Carlos Paullier.

—Si no bailo, mi cuerpo lo siente, y mi alma se entristece.

—Tu alma se entristece… —enfatizó Paullier, con expresión de sorpresa.

Ella, con una mirada pícara, una expresión aniñada y algo juguetona, reafirmaba con el movimiento de su cabeza lo que acaba de decir:

—Cuando uno no puede expresar internamente hacia afuera lo que está sintiendo y lo que necesita expresar también… porque la danza contemporánea, que es la danza que va con nuestros tiempos, la evolución histórica, lo contemporáneo es lo que va con nuestro tiempo, que es muy libre, uno puede expresar muchas cosas, bailando.

Su esposo, Orsi, que de joven era bailarín pero desde hace tiempo que ya no, tiene, sin embargo, dificultad para expresarse. No llora nunca. Y es entonces cuando su esposa le pide:

—¡Tenés que llorar, muchacho!

Así se lo contó a la astróloga Lourdes Ferro, en un ciclo de entrevistas en el que dijo, además, que su esposa también le recomendaba ir a terapia.

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Por esa faceta artística fue que se conocieron. El nuevo presidente acababa de mudarse a Maldonado, en el año 2000, para dar clases como profesor de Historia. Se movía entre Piriápolis y Punta del Este. El equipo deportivo que vestía él no acompañaba el humor del Quincho de La Maison, más bien de un estilo under, donde se iba a presentar una obra de teatro.

Primero vivieron en Palermo; después, en Salinas. Fue ahí, por ejemplo, que Alonsopérez empezó a tomar clases de coro con Ney Peraza, donde también iba una de las hijas del extindentente de Montevideo Daniel Martínez. Orsi y Martínez se conocieron por eso, en una coincidencia que nada tenía que ver con la política. Uno de los hijos de Marcos Carámbula, el padrino político de su esposo, también iba al coro.

En la ahora casa presidencial —no se mudarán a la residencia de Suárez y Reyes— la vida política pública llegará, cuando mucho, hasta el porche de la casa de ladrillo visto y postigones, sobre una calle de balastro alejada de luces y flashes.

Es ella la que dice que no. En parte porque ese es su búnker, su espacio de culto a la familia. Mantener a raya la vida de intendente de su esposo de la vida privada familiar ha sido una de las cosas que Alonsopérez ha defendido con más convicción desde el inicio. Como una radical de su vida íntima, como ninguna otra primera dama —figura que ni siquiera existe en la Constitución uruguaya de los últimos 40 años.

A los dos les costó concebir a sus hijos al punto que, de no haber sido por el consejo de médico que les dio Marcos Carámbula, hubiesen seguido por el camino de la adopción. Empezaron con un tratamiento de fertilización asistida que permitió la llegada de los mellizos, Lucía y Victorio, que tuvieron la infancia de escuela pública de barrio y que empiezan, ahora, la vida de liceo en una institución cooperativa también de la zona.

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El tema de que la familia presidencial no se mude a la residencia del Prado es, sobre todo, por eso: que los adolescentes no pierdan su arraigo, sus amigos, lo construido por ellos mismos y no por ser hijos de.

Y ese es el otro motivo por el que la vida política va a hasta el porche de la casa. Porque cada cual elige dónde quiere bailar. El político es él. No ella, no los hijos.

En eso se ha mantenido firme desde el minuto uno en que Orsi empezó su militancia y su carrera política de manera más intensa. Alguno, desde la mirada del político clásico, puede no entenderlo y, con una sonrisa algo socarrona, dirá:

—Ella vive en su mundo.

Como si fuese una extrañeza, como si no estuviese del todo bien que la esposa de un político no sea, también, política.

No quiere decir que no le importe, o que no la entienda. Prefiere hacer lo suyo, a la sombra, sin que se note. Como se volcó siempre al voluntariado, aportando en lo que mejor sabe hacer: talleres de arte o expresión.

Pero también ha sido, siempre, una consejera política puertas adentro, que le aportó al futuro presidente otra mirada de las cosas. Como dijo él alguna vez, la que lleva el cable a tierra. Y apoyó, desde el minuto uno, la actividad política de su pareja. Incluso en los días y noches interminables en los que se preparaba para asumir como secretario general en la Intendencia de Canelones. Incluso, cuando una mujer trans lo denunció en la Justicia, en medio de la campaña electoral, con el invento de una supuesta golpiza que su esposo le había dado después de haber contratado sus servicios sexuales.

En ese momento, Carámbula la llamó para preguntarle cómo estaba. La reacción de ella, su firmeza en apoyar a su esposo, lo impresionó. El miedo de que la campaña sucia se metiera con los mellizos se convirtió en su principal temor y motivo de trinchera.

Desde chiquitos ellos la acompañaban a los ensayos.

Baila danza contemporánea, canta, actúa, toca el ukelele. Y tiene un humor fino, descacharrante, surrealista: puede actuar en cuatro patas y representar a un perro, entrar con los zapatos en las manos, o con un revólver, mecer a un bebé, convertirse ella en el bebé. Provocar la risa o encarnarla.

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La noche en que presentaba el espectáculo Tercer Fuerxa en la sala Savala Muniz, con su grupo de bailarines, también había una ausencia para ella. Graciela Figueroa, su madre artística, que la profesionalizó desde 1992, la que siempre evoca en sus conversaciones, no había podido ir. Era, en parte, un homenaje para ella también.

Mientras tanto, se ha preocupado poco por salir en la foto. Apenas se muestra: en la despedida de la Intendencia de Canelones, o en el acto de triunfo cuando ganó las elecciones y se convirtieron en la próxima familia presidencial. El único rastro de ella que aparece vinculado a Yamandú Orsi es una firma, de puño y letra, estampada en la declaración jurada del exintendente. Ahí cuenta que también se llama María, en un trazo que baja con voluntad y firmeza. Cuenta también donde se inclina la primera letra de su nombre, que los suyos están siempre a resguardo. Traza una silueta cálida y clara, en movimiento, como si bailara, más allá de la forma. Pero hay algo: dibuja óvalos partidos, una frontera, una raya que nadie puede cruzar.

Un grafólogo dice: Maria Laura Alonsopérez es todo eso. Y ella, si se permite especular, no podría estar más de acuerdo.

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