Ronny no entendía nada. Solo atinó a abrazar a su hijo de 18 años recién cumplidos, a quien había traído en esa aventura de “conseguirle un futuro mejor fuera del hambre de Venezuela”. Un mes antes solo imaginaba regresarse a la explotación minera de mala muerte en Perú donde se ganaba la mensualidad. Pero la psicóloga uruguaya que lo había contactado por Whatsapp —a través de un amigo— le había prometido unas condiciones laborales irresistibles que incluían techo, comida y los suficientes dólares al mes como para enviarle un extra a su familia que había quedado en el Estado de Zulia.
Norland, en cambio, empezó a razonar: ¿Por qué nos hicieron firmar tres hojas en blanco? ¿Por qué conseguimos tan rápido el documento transitorio cuando cruzamos Brasil? ¿Por qué uno de los responsables de la empresa (captora) le lanzó un celular para que lo escondiese cuando irrumpió la policía? ¿Por qué al compañero insulino-dependiente le dijeron que ellos le tramitaban exprés un carnet de salud? ¿Por qué…?
Casi un año después, en el hacinamiento de una casa sin ventanas en la Ciudad Vieja de Montevideo donde aguarda ser reparado como víctima, las respuestas le parecen obvias. Pero durante meses no lo fueron.
La prensa nacional había titulado el pasado febrero: “28 venezolanos eran explotados en una mina de Artigas”. Pero ni Ronny, ni su hijo, ni Norland ni ninguno de esos 28 habían llegado a Artigas. Interpol los rescató justo unas horas antes.
En cambio otros seis venezolanos que habían llegado meses antes, bajo la misma lógica persuasiva de sus captores, sí habían padecido las jornadas laborales que se extendían por más de 13 horas, habían dormido en el piso de un rancho en la cantera de amatistas, habían tenido que comerse las ovejas “de la vuelta” para no morirse de hambre, habían perdido el contacto con sus documentos de viaje y habían perdido la conexión a internet.
El abogado Diego Cabrita, dedicado a la prevención de la trata de personas, recuerda que el Ministerio de Trabajo recibió “más una denuncia” por esta red (gracias a uno de los trabajadores que logró escapar) y jamás activó el protocolo de trata de personas.
El Departamento de Estado de Estados Unidos bajó la calificación de Uruguay en el informe sobre trata de personas porque el gobierno "no cumple con las normas mínimas".
Sin reparación
La ley de trata de personas menciona 19 veces la palabra “reparación”. Los venezolanos víctimas de este caso cuentan con ansias los días para que les llegue esa reparación. Pero por ahora…
—El Estado hizo todo lo posible para que nos regresáramos a Venezuela y el caso se cerrara sin juicio alguno —, cuenta Norland con un dejo de desesperanza y con la firmeza de quien no piensa abandonar Montevideo hasta que se haga justicia. Porque “volver a Venezuela, a la miseria absoluta, no es una opción”.
Solo seis víctimas (de las 34 si se cuentan a los que estaban en Artigas y los rescatados en el ómnibus) permanecen en Uruguay. Nunca los llamaron para el juicio. Nunca los interrogaron en Artigas mismo. Nunca les dieron el dinero por los dos años de contrato que nunca les cumplieron.
El hijo de Ronny duerme sobre una colchoneta que el regalaron en el piso de una habitación ciega. Su padre lo mira con tristeza. Soñaba con que su hijo ingresara alguna vez a la Guardia Nacional Bolivariana. Pero lo ve crecer en esta red en la que quedaron atrapados y se angustia.
—La defensora de oficio que nos asignaron nos armó un protocolo para comunicarnos con ella porque casi no nos atiende, no sabemos nada del Juicio, no sabemos si los captores están en el país o se fugaron, no sabemos nada. Solo sabemos que muchos de los detenidos por encabezar la red tenían mucho poder, hasta la fiscal nos reconoció que manejaban tanto dinero que haría difícil el avance judicial del caso.
La trampa
“Lo más atroz de una esclavitud es orillar al esclavo a creer que no lo es”. La frase del escritor mexicano Joe Barcala resume la clave detrás de la explotación a estos 34 venezolanos: los captores primero se hacen de su confianza, los persuaden y luego los manejan a su antojo… como un trofeo.
Al principio Ronny no estaba convencido de venirse a Uruguay. Pero su oído empezó a escuchar aquello que quería escuchar: que la recomendación llegaba por un amigo, que la empresa se haría cargo de pagar los pasajes y él iría devolviendo el dinero con su labor, que los fines de semana tendría libre, que no sería necesario un abrigo porque les darían ropa de trabajo, que la base salarial superaría los 500 dólares y podía trepar a 2.000 según las tareas y horas extra, que su hijo podía acompañarlo como asistente, que…
Por eso se animó a convencer a Edvir, un amigo del pueblo que estaba sin trabajo y que también era maquinista profesional.
Partieron en un ómnibus desde el noroeste. Allí conocieron a Norland que se sumó en Maracaibo. Un día de viaje después, en la otra punta de Venezuela, se unieron a Larry y el resto de víctimas sin saber lo que les deparaba.
20250122 Venezolanos víctimas de explotación laboral.
Foto: Inés Guimaraens
Al pasar por el puesto fronterizo con Brasil, una enorme fila retenía a los venezolanos que quería hacerse del documento de autorización de tránsito. Pero a ellos los hicieron pasar por un costado, como si tuvieran privilegios VIP, y en unos minutos avanzaron. Ya entonces se notaba el poder de la “empresa”.
Se tomaron dos aviones: de Manaos a San Pablo y de San Pablo a Montevideo. La psicóloga y otra persona de la “empresa” los fueron a buscar al aeropuerto. Les hicieron firmar un contrato que, apurándolos en la marcha, lo firmaron casi sin pestañar. Les dijeron que dejaran su firma en tres hojas en blanco con la excusa de que serían para la libreta de conducir, la cédula de identidad y el acceso a la salud.
Hasta que Interpol —que venía siguiendo la red por lo bajo— dio la voz de “alto” y los rescató.
La policía les pagó una primera semana de alojamiento. Luego la Fiscalía y la Organización Internacional para las Migraciones les dieron ayuda para sobrevivir durante unos meses más… a la espera del juicio.
Vivieron en una especie de refugio del Centro de Montevideo en que los colchones con chinches —dicen— los dejó todos picados. No tenía calefacción ni ropa larga para el invierno. Había un baño para más de 20 personas. Una cocina para más de 20. Y las autoridades les ordenaron: “No salgan de la casa salvo extrema necesidad, si lo hacen vayan de a tres, no hablen con la prensa ni con nadie extraño”.
Tuvieron miedo. Durante ese tiempo no trabajaron. La cédula de identidad les demoró tres meses. En ese tiempo callaron lo que les pasaba: no se lo contaron a sus familiares en Venezuela “para no preocuparlos”.
Una iglesia les consiguió un microondas, una ONG les dio la mesa del comedor, compraron entre todos un horno a gas un tanto destartalado que se vendía en una feria de artefactos usados.
—La Justicia tarda en llegar, pero lo que no tardó fue la mano tendida de varios uruguayos, de la gente de bien —Norland consiguió empleo en una empresa tercerizada para panificados, el hijo de Ronny en un hostel, el resto se reparte changas en Pedidos Ya “para hacer una vaina, comer y mandarle el resto de dinero a nuestras familias”.
No se trata
Cabrita —quien en los últimos años se ha dedicado a la prevención de trata de personas— está preocupado por la falta de un programa de reinserción de víctimas. ¿A qué se refiere? “Todas las políticas públicas, en conjugación con la ayuda de privados y de la sociedad civil, deben estar al servicio para que los tratados se conviertan en sobrevivientes y puedan rehacer su vida en Uruguay con dignidad”.
Un inmigrante tiene tres veces más chances de ser tratado con fines de explotación laboral que un nacional, según el último informe del Banco Interamericano de Desarrollo. Uruguay es, en ese sentido, un lugar de origen, tránsito y destino de la trata. Pero el flagelo parece invisibilizado… como si solo se tratase de una rareza asociada a las mujeres que eran llevadas a Italia y España en los 90 y que recreó la película En la puta vida.
A Ronny a veces le parece estar viviendo una película: el rescate de Interpol, el frío sin ropa en el invierno, el dormir en un colchón, la poca comida, el trabajo en un parking cuando es maquinista profesional, la bandera de Venezuela colgada en su cuarto sin ventanas como una añoranza, y la espera de un juicio que no llega.
—Volvernos a Venezuela no es una opción.