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8 de diciembre 2024 - 5:00hs

“Uno no elige de quién enamorarse, simplemente se enamora”. Gabriela tardó casi tres años, un sumario, seis días de sanción, horas de terapia, de remoción del qué dirán y decenas de cartas de amor para llegar a esta conclusión. Hasta tuvo que esperar a que la Institución Nacional de Derechos Humanos lo dijera con todas las letras: a ella, una operadora penitenciaria que había iniciado una relación con un preso, el Estado uruguayo le vulneró “el derecho a las visitas”. Su derecho.

Esta es una historia de amor que no empezó como tal. Andrés —preso por seis delitos de rapiña, un hurto, una fuga y un copamiento— le había lanzado un piropo inofensivo después de una charla sobre cómo venía llevando las clases a distancia en Ciencias Sociales. Ella, Gabriela, una funcionaria (civil) del exComcar con un legajo ejemplar se lo tomó un poco mal:

—¡Terminala por acá si no querés irte a Libertad!

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En Uruguay —el país del Arroyo Seco y el Cerro Chato—, Libertad es una cárcel de máxima seguridad. Y en la jerga carcelaria es sinónimo de prohibiciones.

Pero el piropo de Andrés no había sido antojadizo. Ella le gustaba. Mucho. Lo escuchaba, no lo juzgaba, y hasta le era cierta contención previa a la confirmación de 15 años de condena. A Gabriela también le atraía la inteligencia de ese joven —hijo de una especialista en infancia y activista en la ONG de familiares de reclusos— en quien veía las ganas de rehabilitarse. Pero en su cabeza resonaba aquella frase de Sholem Aleijem: “Un pájaro y un pez pueden enamorarse y casarse, pero no podrían coexistir en un mismo hogar porque construyen sus nidos de manera diferente”. El vínculo amoroso preso-operadora era incompatible con su rol.

Resultó que setiembre de 2020 a Andrés le confirmaron la condena. Enfureció, tomó pastillas y —“por seguridad”— fue trasladado a Libertad.

Gabriela empezó a preguntar por la situación de Andrés. Coincidió con la madre en algunas reuniones en procura de mejora de las condiciones del sistema carcelario y hablaron sobre él.

—Podría decirse que mi relación comienza con mi suegra —Gabriela lo dice y se ríe.

Primero intercambiaron cartas a la vieja usanza. Luego destinaban los nueve minutos diarios de llamadas telefónicas permitidos en Libertad. Hasta que Gabriela pidió autorización para ir a visitarlo y empezó el calvario.

La foto muestra que cada 200 uruguayos, uno está preso. La película más amplia —es que contempla las constantes entradas y salidas— evidencia que la población con experiencia carcelaria es todavía mayor. Por eso —por estadística pura— enamorarse de un preso no es tan extraño.

—Psicológicamente me hacían ver que eso estaba mal, que yo no podía mantener un vínculo, que como era mujer seguro él quería aprovecharse (extorsionarla) o bien que yo era una traficante… el machismo también está presente en el lugar en que las personas deberían rehabilitarse.

El Instituto Nacional de Rehabilitación le inició un sumario. La pareja jamás fue pareja mientras compartían la misma unidad penitenciaria, pero la investigación sugería que la operadora podía “poner en riesgo la seguridad” del penal.

Los meses fueron pasando. Las cartas que enviaba Andrés eran cada vez más intensas: “Te amo”. Hasta le diseñó una suerte de diccionario sobre palabras clave para entender los conceptos en su reciente entrada a una carrera universitaria (también en Ciencias Sociales).

Más de dos años después, el 15 setiembre de 2023, llegó la resolución del sumario administrativo: Gabriela fue sancionada con seis días de retención de sueldo por no haber presentado la solicitud ante su jefe directo. Había avisado al Instituto Nacional de Rehabilitación, no había cometido delito ni incumplido con los deberes como funcionario… solo no había avisado directo a quien tenía que decirle primero.

La resolución no decía nada del régimen de visitas. En teoría lo tenía permitido: ya no compartían la misma cárcel, tenían buen comportamiento, el sumario no había encontrado un riesgo.

Pero le siguieron negando la visita. Fue entonces que Gabriela acudió a la Institución Nacional de Derechos Humanos que, tras meses de más análisis, resolvió: “Constatar la vulneración del derecho a las visitas de la denunciante y la persona privada de libertad, conforme a la normativa internacional y nacional”.

Entre tanto, Gabriela sigue acumulando cartas y ganas de un abrazo. Se cambió de cárcel para que él pudiera regresar al exComcar.

Él sigue estudiando la carrera universitaria que había dejado trunca. Ahora está en un módulo del exComcar de seguridad media al que el Comisionado Parlamentario Penitenciario calificó con condiciones insuficientes para la integración social.

El propio Comisionado está al tanto de su situación que se suma a la de cientos de reclamos por visitas que no se autorizan cuando deberían (incluyendo de familiares de primera línea). En el exComcar, al cierre del último año había 128% de ocupación de plazas (hacinamiento). Los días y horarios de visitas, las filas son tan largas que algunos visitantes no llegan siquiera a tener un minuto para ver a sus allegados presos.

La ONG Familias Presentes viene tomando nota de este quebrantamiento de derechos. “Incluso cuando un privado de libertad es sancionado, sigue teniendo el derecho humano de la visita familiar. Pero no se les informa de ese derecho y pasan semanas y semanas sin ver a nadie del afuera”, explica la activista Gabriela Rodríguez.

En algunos casos esas restricciones se agravan bajo el argumento del riesgo de seguridad, como pasa con el vínculo entre operadores penitenciarios y presos. Pero la Institución de Derechos Humanos entiende que es obligación del Estado garantizar la seguridad y que las visitas se cumplan.

—¿Tiene sentido seguir con nuestra historia de amor?

Andrés y Gabriela se lo preguntan cada tanto. Pero la respuesta es siempre la misma: uno no elige de quien enamorarse, simplemente se enamora.

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