9 de marzo 2025
Dólar El Observador | Auspicio BROU Cotizaciones
Compra 42,00 Venta 44,50
Portada1.png

Vivir en estado de alerta: cuando los niños son "garantía" en bocas de droga, mulas camino a la escuela y sobreviven entre balazos

Cada vez más niños, y de edades cada vez más bajas, quedan inmersos en la violencia barrial aunque no salgan en las noticias

9 de marzo 2025 - 5:00hs

Los días en la boca pasan lento. Hace más de un mes que están allí, los tres, y para cada uno la razón es distinta. O lo es su capacidad de entender.

Tienen 6, 9 y 16 años, diferentes niveles de asimilación de la situación, una misma madre presa por narcomenudeo. Un vínculo entre hermanos que tendrá en este episodio un punto de inflexión en sus vidas. O tal vez no. Tal vez sea algo no demasiado diferente a lo que han enfrentado en otras oportunidades, algo más dentro de lo que les tocó. Lo que está claro es que ahora están ahí dentro, en esa casa de Pinar Norte, y no pueden salir. Son la “garantía”. Mientras sea así, no habrá peligro de que a mamá se le escape algo mientras está guardada. Mientras estén ahí, otra gente es la que está protegida.

En la boca, además, son todos extraños. No hay familiares o caras amigas. La “cuidadora”, definitivamente, no lo es. Tampoco hay escolarización, controles médicos, derecho a tener la edad que tienen. A veces hacen de campana. A veces les toca limpiar. Los dos más pequeños acumulan ya noventa faltas a la escuela en el año. Ella, la de 16, abandonó los talleres en la ONG hace rato.

¿Qué pensará su padre? Él no tiene la tenencia, y cuando preguntó por ellos le dijeron que habían quedado al cuidado de “una amiga” de su madre. ¿Y qué pensará la abuela? La abuela, en realidad, se mueve. Visita a su hija presa y se entera de la situación. Denuncia el caso a la policía y cuenta que sus nietos están casi que prisioneros en una boca de la zona. Entre todos hacen más movimientos. La madre, desde la cárcel, escribe una carta en una hoja de cuadernola para que su voluntad pase al papel y le den sus hijos a la abuela. Y después, el caso se arregla como suele arreglarse: con un acuerdo por fuera del radar de la Justicia ordinaria. Una abogada de la familia coordina con la defensora de oficio de los niños. Es 2023 y un patrullero llega a la boca, allanan el lugar, rescatan a los tres hermanos. Y es una especie de final, aunque sea para este párrafo.

***

Más cosas pasan por debajo de los titulares. Se usan otras palabras, como “sacrificio” o “venta".

Hace nueve años, dos padres, consumidores de pasta base y en situación de pobreza extrema, entregaron a su hija mayor a una boca por un monto de dinero y con el compromiso de que ayudara a mantener el “establecimiento”. El sacrificio era una cabeza menos que alimentar —la adolescente era la mayor de cinco hermanos— y cierta simpatía con sus proveedores. Poco después de que fuera entregada, quedó embarazada de uno de los propietarios de la boca. Tenía 13 años.

***

En un barrio céntrico de Montevideo la plantilla de trabajadores de una boca es infantil.

Desde hace una década, el modus operandi fue el mismo hasta este año: el hombre se empareja con una mujer y pone a los niños a trabajar. Tuvo tres hijos con su primera concubina, y ellos trabajaron. Cuando ella fue presa por microtráfico, encontró una nueva pareja, y ella llegó con cuatro hijos más, a quienes puso a trabajar. Cuando su segunda pareja fue presa por el mismo delito, se emparejó con una tercera mujer, que venía con dos hijos más bajo el brazo. Y también los puso a trabajar. Cuando la tercera mujer fue presa por lo mismo, microtráfico, bueno: por ahora la plantilla se mantiene estable.

¿Qué rol cumplen los menores en la boca? Los preescolares juegan en la calle y avisan si ven algo raro; los que están en edad escolar son mulas, llevan y traen la droga en la mochila de Pokémon, y su acompañante de turno vende en el camino, en la puerta de la escuela, en la calle. Los adolescentes, en especial las mujeres, son las encargadas de las tareas del hogar y de cuidar al resto. Y en el medio: un contexto con armas, droga, amenazas, gritos, la costumbre de ver sangre en el piso. Una forma de vida que se asienta desde temprano y deja cicatrices.

***

Adentro4.png

En Uruguay, la radiación de la violencia alcanza hoy a los niños de formas mucho más escurridizas y resbalosas, a veces difíciles de decodificar, y que quedan por fuera de la noticia fresca. Pasa en la superficie y a un nivel subcutáneo. Pasaba antes, pero ahora pasa más y con frecuencias más cortas. Y mayor brutalidad. La influencia ascendente del narco y su cultura en los barrios periféricos (y no tanto) agudiza la problemática. Aunque el problema es que, como suele suceder, la mecha de la indignación colectiva recién se prende al final: cuando el titular indica que el cuerpo que recibió los balazos y que queda tirado en la calle, o que muere en la sala de operaciones, es justamente el de un niño.

Los relatos y las explicaciones son coincidentes. Las escenas que recrean las fuentes consultadas para esta investigación —que incluyó a organizaciones que trabajan en el territorio, cirujanos pediátricos, autoridades escolares, la Unidad de Víctimas de la Fiscalía, datos de INAU y estudios académicos— parecen coordinadas, ensayadas colectivamente para dar una respuesta unificada de lo que para algunos niños y adolescentes uruguayos está significando crecer en medio de ese desamparo. Pero en realidad, más que coincidencias son confirmaciones.

Una de las imágenes más repetidas: los niños que llevan talco a la escuela —como pasó el año pasado en Casavalle—, montan sus propias bocas de droga ilusorias en el recreo, se defienden de las bandas enemigas hasta que suena el timbre.

Otra imagen repetida: niños que a los nueve o diez años van armados y se lo hacen saber a los demás. Exalumnos, excompañeros, examigos, que se miran desde abajo; se anhela el poder que ostentan con la Glock 9 milímetros calzada en el pantalón, se espera, en algún momento, arañar esa seguridad.

Otra imagen: las mañanas en las que “los perros” —los roles de menor jerarquía en el esquema narco— duermen y la escuela abre con más paz, las mañanas en las que se tropiezan con las vainas de las municiones de la noche anterior, desparramadas en la calle. Una de esas mañanas, entre todos, juntaron 345 en una sola recorrida al costado del centro educativo público Ana Frank, en Cerro Norte.

Una más: las familias que desaparecen. De repente, la falta de respuesta a por qué un menor tiene tantas inasistencias a la escuela está en la imposibilidad de saber dónde se metió su familia. Después se reconstruye el relato y entienden que ya no están más en el barrio. Escaparon. O los obligaron a escapar.

Garantías, trabajo para las bocas, mudanzas forzosas, contacto permanente con armas, la exposición al consumo y la pobreza que se agudiza, formas en las que los menores se transforman en un caldo de cultivo que no sale en los informativos, pero que genera que el problema sea algo cada vez más estructural, hereditario y difícil de solucionar.

Para Fernando Olivera, director de la asociación civil Cippus, muchas de estas situaciones “son un mensaje al entorno, un tema de códigos” para instaurar una ley propia que no sea cuestionada por nadie. “Se generan condiciones de impunidad, el temor a denunciar. No hay testigos, todo pasa rápido. Hay una parte de oferta y demanda de aprovechar a los gurises para cumplir roles. Las condiciones se generan en contextos más poderosos y llegan luego a los barrios. Los pobres ponen los muertos. Manejan miles de dólares en armas que las proveen quienes viven en otros barrios”, asegura.

Adentro3.png

Y entonces lo que está contenido, explota. La violencia del contexto se vuelve tangible, un hecho físico que cruza el aire con el silbido de una bala perdida, o no tan perdida. Y ahí sí, directo a los titulares. Es lo que tiene vivir tan cerca del fuego: el problema de pensar que lo de quemarse es para los demás, y darse cuenta de lo contrario cuando es demasiado tarde.

***

Balacera en el Marconi. Ella tiene nueve años, juega en la calle y recibe dos tiros.

Nochebuena en Peñarol. Tiene catorce años y una bala perdida la mata antes de Navidad.

Enfrentamiento de bandas en Malvín Norte, tiros cruzados. Él tiene ocho. Muere.

Pinar Norte, tres edades diferentes, el mismo ataque: dos, cinco y ocho años, bajan de un auto, a todos los balean, el que se muere es el menor.

Punta de Rieles, tiroteo. Edad: once meses. La bala entra por la espalda, se queda alojada ahí dentro.

Balacera contra una casa en Maracaná, mueren varios, muere él, de once.

Un año, Cerro Norte, dos balas calibre 5.56 que perforan el tórax, un tiro más que va a parar al glúteo derecho. Muere.

En Plácido Ellauri termina el picado, termina el fútbol, vuelven a casa, vuelven en grupo, empiezan los tiros y él, trece años, muere, los otros cinco, más chicos: baleados, pero vivos.

Se podría seguir. Los ocho casos anteriores, todos ocurridos entre 2023 y 2025, son eso: ocho casos y nada más. Pero los datos y las balas sobran.

***

Es diciembre en Cerro Norte. El verano empuja las paredes de la escuela Ana Frank. El aplastamiento y la falta de reacción deberían ser señales de normalidad con este sopor. En la escuela, igual, no funciona así: el estado de alerta no cede. Incluso, cuando ni ellos, los alumnos, pueden identificarlo como tal.

Alguien lleva un petardo a la clase. Un pedito de vieja. Nada demasiado estruendoso, algo más bien inocente, eufemístico, como la propia palabra pedito. El explosivo detona en el patio a la hora del recreo. Lo que debería haber pasado: la sorpresa, el reto de una maestra, el olvido, el día que sigue y termina. Lo que en realidad pasa: pánico generalizado. Algunos estudiantes ya saben lo que tienen que hacer, otros se dejan arrastrar por las maestras, que los arrean hacia los salones. Entran en estampida, se esconden bajo las mesas donde deberían estar aprendiendo la tabla del 8 y leyendo Los cuentos de la selva, siguen los pasos de un protocolo que se activa cuando hay una balacera, un marco reglamentario que está volviéndose demasiado recurrente en algunos puntos de Montevideo, especialmente en este barrio. Y entonces ya no hay nadie que se acuerde del calor que hacía, no hay movimientos lentos, no hay quejas ni verano incipiente. Todos salen de la pesadumbre de fin de año eyectados por la alarma. No hay pereza cuando el miedo es intramuscular y marca cómo hay que vivir. Y qué esperar.

Crecer en la violencia

Vivir en alerta tiene consecuencias. El contexto hostil termina afectando la biología, y en el caso de los niños en etapa de formación, más. La amígdala cerebral, una estructura subcortical del tamaño de una almendra, está más activa que de costumbre. Es la zona en que el cerebro procesa las emociones. Entre ellos, el miedo y la ira. Y es un problema cuando eso es lo único que hay para procesar.

Los delitos violentos, a su vez, están asociados a un aumento de los marcadores biológicos de estrés. Por ejemplo, los telómeros —secuencias especiales del ADN que se encuentran en los extremos de los cromosomas— tienden a tener una longitud más corta cuando los estresores son continuos.

“Los niños y adolescentes en los últimos años están inmersos en dinámicas de la criminalidad porque son parte de familias que están en la criminalidad o conviven en barrios donde son testigos de estos hechos, y por ende también víctimas”, explica Mariela Solari, directora de la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación.

“Se están criando y educando en la crueldad, ven actos de violencia extrema contra sus seres queridos o vecinos. Van creciendo en contextos y vínculos de tensión y violencia que los entrena en estar en estado de alerta permanente para sobrevivir. Esto los expone y los deja vulnerables a todo tipo de violencia. Su infancia queda rota. Se puede recomponer, pero se puede evitar”.

El investigador uruguayo Hernán Delgado comprobó, en su tesis doctoral en Ciencias Biológicas, que los niños de hogares más pobres (y en los que suele haber más violencia) tienden a aumentar su ritmo cardíaco en momentos de toma de decisiones en que debería desacelerarse el bombeo del corazón. Incluso durante el sueño, en reposo, la frecuencia cardíaca es más agitada, posiblemente vinculado al estado de amenaza inminente.

Las teorías están en discusión, pero coinciden en los síntomas. Por ejemplo: la evidencia muestra que los niños que viven bajo violencia tienden a tener menos concentración en clase. Una interpretación apunta a lo negativo, a esa “atrofia”. Pero otra visión apunta a que, por la propia necesidad de alerta, esos niños van cambiando el foco de atención de manera rápida (tienen capacidad de estar atentos a múltiples estímulos). Delgado lo resume así: “Si vivís en un entorno lleno de amenazas, te va a servir ser bueno detectando amenazas”.

adentro5.png

El centro de educación alternativa Giraluna trabaja desde hace décadas en el barrio Nuevo París, y recibe también a niños del asentamiento 19 de abril, donde aprietan con fuerza los brazos del narco. El trabajo en el terreno expone a los educadores a realidades complejas y la posibilidad de que alguno de “sus gurises” termine muerto años después de pasar por sus instalaciones es algo con lo que aprendieron a convivir, porque la situación crítica reporta finales abruptos. Sin embargo, dicen que antes eran situaciones esporádicas. Y ahora esa última palabra empieza a perder espacio.

Por eso, en esa institución tienen varias tácticas para bajar los decibeles y lograr que, por lo menos ahí dentro, los estresores sean mínimos. Antes del almuerzo, por ejemplo, el parlante del comedor emite guitarras calmadas y contagia a los niños, que hacen silencio, se concentran, y después comen. Tranquilos por un rato.

“Los niños están en alerta todo el tiempo”, dice Ana Campoleoni, que está en Giraluna desde hace décadas y ha visto pasar generaciones enteras. “No saben qué les va a pasar. Están desde la mañana sintiendo gritos. Es un estado constante de no-calma. Cuentan que todas las noches hay tiroteos. Todas. No es un decir. Y dicen que cuando se pone complicado a eso de las seis o siete de la tarde, la noche va a ser fatal. El término que usan es se zarpan”.

La presencia del miedo como motor tiene que ver, entonces, con un contexto de violencia en alza, con la incidencia del crimen organizado en la periferia de la Montevideo, un "cambio del valor de la vida" y códigos que se perdieron, pero también con la idea de que esa violencia ya no está del otro lado de un umbral que hay que cruzar, sino que se hereda aunque no se quiera, que es parte de la vida que tocó.

Para John Díaz, del proyecto Minga de Las Piedras, los últimos quince años han remarcado el “miedo y la cultura de la impunidad” en los menores que llegan hasta allí, y que los relatos de sangre, balas y muertos son diarios.

“Chiquilines de 12 o 13 años llegan con el cuento de que le pegaron un tiro en la cabeza a tal, que fue atrás de su casa, que vieron cuando lo venían a buscar, sintieron el balazo, y que si dicen algo los matan a ellos. O que prendieron fuego a tal, le cortaron la oreja al otro, le pegaron un tiro en la pierna a uno. Que dicen que van a venir de tal barrio y los van a ametrallar. Después, nosotros confirmamos en los titulares que fue así”, cuenta. Agrega, luego, que hay un elemento extra que siempre está presente y que homologa de la forma más burda y lineal ese barro de violencia y crimen en el que crecen: las armas.

“Ellos dicen ‘me dejaron el arma, tengo que cuidarla, pero tiene unas rapiñas arriba y capaz algún muerto también’”, dice Díaz. Ellos, los niños de los que habla, son cada vez más chicos. Y si hay más armas, hay más balas y baleados.

Y aunque los barrios cambian, y las instituciones y las voces también, coinciden en que es una de las grandes modificaciones de los últimos años. Antes, la presencia del “fierro” en manos de un menor solía significar que ya formaba parte de un esquema delictivo en los hechos, que ya estaba bautizado. Hoy, el contacto con las armas es mucho más banal: están allí, forman parte de la vida familiar desde que tienen uso de razón, en ocasiones son ellos los propios encargados de esconderlas cuando hay un allanamiento, en ocasiones son ellos quienes las manipulan sin grandes aspavientos. Empuñar un arma ya no es un rito de paso. El arma no ingresa al hogar. No hay una primera aproximación. Simplemente, allí está. A la mano. En sus manos.

***

El último domingo de octubre los uruguayos estaban votando en las elecciones nacionales. En algún momento de ese día de papeletas y fotos de credenciales en las redes, a un adolescente de 14 años le pegaron un balazo en la columna vertebral. No salió en las noticias.

Lo que sí salió fue lo que ese disparo impulsó, que fue el fuego cruzado en Nuevo y Plácido Ellauri, dos barrios tan pequeños que ni el Instituto Nacional de Estadísticas define como tal. Allí mataron a dos menores e hirieron a otros cuatro, y eso también figuró en los informativos.

Muy cerca de allí, en Jardines del Hipódromo, el 17 de octubre anterior, balearon a un niño de ocho años. Las balas se le incrustaron en el tórax y en el brazo izquierdo. No hubo titulares. Tampoco para el menor de nueve herido en el barrio Lavalleja y que había sido trasladado a la Médica Uruguaya en agosto. O el de 12 años que este año fue baleado en Las Piedras e internado en el Pereira Rossell.

adentro-6.png

Al menos 46 menores de 15 años fueron baleados en el último año y dos meses. Los cirujanos pediátricos del Pereira Rossell cuentan que antes atender a un niño baleado era anecdótico, pero hoy la frecuencia es de al menos uno por mes como mínimo. También, que hoy tienen protocolos que llegaron desde México y otros países más acostumbrados a lidiar con el latigazo del crimen organizado.

En el próximo congreso de cirugía pediátrica, que se realizará en Punta del Este en noviembre de 2025, los niños heridos por arma de fuego serán uno de los temas de conversación. Dicen que hace un par de años era impensable.

Por otro lado, además de los números lo que cambia también es la potencia de las armas. Las heridas de armas de fuego eran, antes, como máximo de calibre 22. Hoy, las pistolas 9 milímetros modificadas en semiautomáticas pueden disparar hasta 18 tiros en una ráfaga. Un ataque de ese tipo hace estragos en un cuerpo infantil. Los cirujanos no necesitan imaginarlo, ahora lo ven en la mesa de operaciones.

La noche del 5 de enero, en el barrio Nuevo Ellauri, un hombre de 22 años fue asesinado a balazos en la calle mientras estaba con su hija de dos años en brazos. Los que lo mataron iban en moto, le dispararon y se fugaron. Varias de esas balas entraron en el cuerpo de Ámbar, la niña. En la mesa de operaciones, los cirujanos del Pereira Rossell constataron quince orificios, dos de ellos en la espalda, heridas que indican que quedará parapléjica de por vida por las lesiones en la médula espinal. Hace poco más de un mes, Ámbar había pasado de cuidados intensivos a intermedios. Los médicos responden que posiblemente vivirá, pero hay otra pregunta ante la que no saben qué contestar: ¿qué pasó con aquello de que los niños no se tocan?

Nadie tiene muy claro cuándo fue que el código se rompió, pero es un hecho que esa protección tácita ya no corre. Desde Giraluna, por ejemplo, estiman que fue desde la pandemia en adelante. Desde el Pereira Rossel, desde hace unos seis años. De a poco, los accidentes, los intentos de suicidios y las balas perdidas dejan de ser la principal razón por la que un menor termina herido, y la presencia de las señales o las represalias para sus familiares ganan peso. Ir contra los niños es una moneda de cambio. Un mensaje que llega.

El padre de Ámbar, Rodrigo Nahuel Pintos Dorta, tenía más de treinta indagatorias por distintos delitos, entre ellas el homicidio de una mujer policía cuando tenía 17 años, crimen por el que estuvo recluido en el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa). Su prontuario era generoso, y también las publicaciones en las redes sociales donde mostraba su poder, como esos cumpleaños fastuosos en los que festejó a lo grande y con una torta de dos pisos hecha con billetes y un signo de dólares fabricado con azúcar.

Al perpetuarse la violencia, también lo hacen las dinámicas de poder y lo que implica tenerlo y ostentarlo. Y sucede que otro de los catalizadores del problema de tener a los niños y adolescentes expuestos al mundo criminal es lo rápido que se alcanza la retribución en esos ámbitos, o lo fácil que parece ser a través de las redes sociales. Más cuando es una vía rápida para romper el techo de la pobreza y mostrarlo. Eso pasa en Instagram, en TikTok, o incluso en la misma manzana en la que viven. No tienen que ir muy lejos, porque ver cómo un BMW último modelo sortea los pozos de la calle de un asentamiento es una imagen lo suficientemente potente como para que se les quede bien grabada.

Los datos, en ese sentido, son contundentes: uno de cada seis niños en Uruguay vive hacinado. En los hogares más pobres la cifra asciende a uno de cada tres. Es una realidad que permanece incambiada desde, al menos, 2013, cuando la Encuesta de Nutrición, Desarrollo Infantil y Salud (Endis) empezó a medirla. Según la misma encuesta, casi un tercio de los niños entre 2 y 4 años fue sometido a violencia física durante el último mes.

Por otro lado, la cantidad de niños y adolescentes atendidos en el sistema de protección especial que tiene el Estado aumentó 21% entre 2020 y 2023. Y uno de los motivos de ingreso que más se intensificó fue el vinculado a la pobreza.

Embed

Campoleoni, de Giraluna, recuerda que la pobreza es una de las demostraciones de la violencia estructural: “Cuando te falta un plato de comida, cuando tu padre está preso y tu madre te despierta a los gritos, cuando tu único deseo es tener lo que otros pueden tener y vos no”, es cuando se activa con más fuerza la idea de sentirse parte de algo más grande, de poder conseguir satisfacción inmediata, y los vínculos con el poder criminal se afianzan. Ahí, entonces, el círculo se completa: los niños que no fueron noticia ahora se sienten intocables, y la violencia es la que empiezan a ejercer ellos.

Pero todo empieza mucho antes. En el instante en que cosas que no deberían ser, son. Y, además, se naturalizan. ¿Cuál es el punto de quiebre? Tal vez, que tres hermanos vean pasar las horas, lentas, en los cuartos mugrientos de una boca, esperando a tener noticias de su madre, esperando a que dos uniformados los suban al patrullero para volver a cambiar de escenario, entendiendo, no del todo pero algo sí, que eso es su vida y que probablemente no vaya a cambiar demasiado en el futuro.

O que un niño en edad escolar entienda que escuchar los tiros es algo normal, que saber que a la mañana el barrio está más tranquilo es normal, que esconderse bajo la mesa en el salón de clases es lo que hay que hacer, que los casquillos de bala se pueden juntar, que el talco es droga de mentira y hay que defender el terreno en el recreo, que el arma no es la gran cosa y por algo está ahí, en casa, que un día el balazo que mató al vecino les puede tocar, y que puede ser fortuito o un mensaje, o simplemente un daño colateral. Que la sangre, por sí sola, ahí en el piso, no es peligrosa. Y que si pasa algo malo, bueno: hay que estar alerta para que no pase.

Hay que saber vivir el miedo y sobrevivirlo.

De eso se trata. De evitar llegar al titular del informativo. Y tal vez ese pueda ser el punto de quiebre. O tal vez no.

Ilustraciones: Marcelo Morillas

Temas:

niños Droga violencia Narcotráfico Uruguay

Te Puede Interesar

Más noticias de Argentina

Más noticias de España

Más noticias de Estados Unidos