El acorazado USS Missouri encabeza una gran fuerza aeronaval estadounidense en la bahía de Tokio, el 2 de setiembre de 1945, cuando la rendición formal de Japón
Miguel Arregui

Miguel Arregui

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Rendición de Japón: cuando el Apocalipsis toca a la puerta

Los 75 años de la bomba atómica, una de las aventuras científicas e industriales más grandes de la historia (VIII)
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11 de agosto de 2020 a las 21:36

En la noche del 8 de agosto de 1945 un millón y medio de soldados soviéticos, con el respaldo de una abrumadora fuerza de artillería y tanques, se lanzaron sobre el Manchukuo, el régimen títere creado por el imperio japonés en el noreste de China, y sobre Mongolia. Un mes después, al fin de la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos ya ocupaban la mitad norte de la península de Corea, lo que daría inicio a una partición que perdura hasta el presente.

Después de la prueba nuclear en Alamogordo del 16 de julio, y los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto, los estadounidenses ya no tendrían bombas atómicas hasta setiembre. Pero los japoneses no lo sabían. Además, ya habían encajado demasiados daños humanos (entre dos y tres millones de muertos y desaparecidos) y materiales desde el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, que abrió la guerra en el Pacífico.

Hirohito fuerza la rendición

Al mediodía del 15 de agosto de 1945, pocos días después de la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki, el emperador Hirohito divulgó por radio Tokio un mensaje grabado. No lo dijo directamente, sino en forma implícita: Japón aceptaba la rendición incondicional exigida por las potencias aliadas en la conferencia de Potsdam, Alemania, cerrada dos semanas antes.

Hirohito, un semi-dios de un Estado en ruinas, quien neutralizaba así al bando extremista partidario de continuar la guerra a cualquier precio, advirtió que el enemigo poseía bombas de tal poder que podrían provocar el “derrumbamiento y destrucción total de la nación”, además de “la extinción de la civilización humana”.

Hirohito llamó a sus súbditos a “tolerar lo intolerable y soportar lo insoportable” en aras de una “espléndida paz para las generaciones futuras”.

Nunca antes se le había permitido al pueblo japonés conocer de manera directa la opinión del emperador. Aunque éste utilizó un lenguaje elíptico, cuando no críptico, fue un golpe devastador. La expresión “Haisen da!” (hemos perdido la guerra) recorrió como un rayo los restos del imperio del Sol Naciente.

Una guerra iniciada con el ataque aeronaval a la base estadounidense de Pearl Harbor, Hawai, el 7 de diciembre de 1941; que siguió con una enorme expansión japonesa en el Pacífico durante tres meses, hasta las puertas de la India y Australia; y luego de un retroceso continuo, isla por isla, por más de tres años, en medio de hambrunas y escasez de todo; acabó con la firma de un acta de rendición de Japón el 2 de setiembre de 1945 a bordo del acorazado USS Missouri, en la bahía de Tokio, cuatro meses después del suicidio de Adolf Hitler en Berlín.

“Hemos tenido nuestra última oportunidad”, sostuvo el general Douglas MacArthur, jefe supremo aliado en el Frente del Pacífico. “Si no ideamos algún sistema mejor y más equitativo, el Harmagedón estará a nuestra puerta”.

La sistemática destrucción de Japón

Algunas facciones políticas japonesas ya pensaban en una paz negociada en 1943, cuando todavía Japón tenía algo que ofrecer a sus enemigos angloestadounidenses. El bando “pacifista”, que debía moverse con cautela, creció en tanto decaía la estrella de Alemania en Europa y África. 

El general Douglas MacArthur y el emperador Hirohito en su primer encuentro, tras la rendición de Japón

El pueblo japonés, mecido por la propaganda y el nacionalismo, comenzó a comprobar que las cosas marchaban decididamente mal después que, a fines de 1944, los estadounidenses destruyeran los restos de la Armada Imperial en Leyte, Filipinas y, a la vez, iniciaran bombardeos sistemáticos sobre territorio metropolitano. 

A partir de 1945, las ciudades japonesas ardieron una tras otra por los ataques aéreos incendiarios de los B-29, que partían de Okinawa y las islas Marianas.

Antes del ataque a Pearl Harbor en 1941 el almirante Isoroku Yamamoto, el jefe de la Armada, quien había estudiado en Harvard, advirtió que, en el largo plazo, Japón no tendría chances contra la abrumadora superioridad industrial estadounidense.

Pero hasta los ataques atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, el bando militarista estaba dispuesto a proseguir una guerra desesperada con la esperanza de evitar una invasión. Creían que Estados Unidos no tendría estómago para tolerar el costo humano (y que los soviéticos mantendrían la neutralidad).

De hecho, Estados Unidos siempre hizo valer su enorme superioridad material, y su lejanía de los frentes de combates, para minimizar sus pérdidas humanas. Así, cada ataque fue precedido de una minuciosa demolición aérea y artillera, y luego sus tropas atacaron con medios abrumadores. 

Estados Unidos perdió unos 400.000 militares durante la Segunda Guerra Mundial, combatiendo en Europa, África y Asia, en tanto la Unión Soviética sufrió bastante más de 20 millones de muertos, entre civiles y militares, y los alemanes cerca de siete.

El “virrey” MacArthur

La facción “negociadora” de la elite japonesa, con la anuencia del emperador Hirohito, inició sondeos por fin en julio de 1945, a través de Moscú, en procura de un arreglo con los angloestadounidenses que no incluyera una rendición incondicional. Pero la suerte estaba echada, según se vio en la Conferencia de Potsdam (ver capítulo V de esta serie: “Los tres grandes en Potsdam y el segundo advenimiento de Cristo”).

El líder soviético Iosif Stalin pretendía que sus fuerzas ocuparan Hokkaidō, la isla más al norte del archipiélago japonés. Pero el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, lo impidió. El esfuerzo de la URSS en el Pacífico había sido muy menor, comparado con su papel decisivo para derrotar a Alemania. Los soviéticos deberían conformarse con el norte de Corea y parte de Manchuria.

La ocupación militar angloestadounidense de Japón se inició de hecho el 30 de agosto de 1945, cuando llegó a Tokio el general Douglas MacArthur, comandante supremo de los aliados en el frente del Pacífico. 

Los aliados victoriosos crearon tribunales que juzgaron a los criminales de guerra japoneses, con condenas a muerte o prisión, como antes ocurrió con los líderes nazis en los juicios de Núremberg. Varios líderes militaristas, como el ex primer ministro Hideki Tojo, terminaron en la horca en 1948. Pero MacArthur protegió al emperador Hirohito y a su familia, quienes le facilitaron el control y la recuperación del país. 

La ocupación finalizó seis años y medio más tarde, en 1952, cuando Japón ya era un país democrático, según los estándares occidentales, una economía creciente y un aliado de hecho de Washington en la “Guerra Fría” contra el bloque comunista.

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