Hace un tiempo, mientras revisaba mis redes me topé con una frase que me dejó pensando: "La felicidad es una elección." No puedo evitar sentir que, cada vez que leo algo así, me invade una especie de incomodidad. ¿En serio es tan pero tan fácil? Como si todo dependiera de un simple clic mental, una opción predeterminada que podés seleccionar como quien elige el filtro de una foto en Instagram. Pero no, la vida no funciona así. Y la felicidad, mucho menos.
Vivimos en una época en la que se nos vende la idea de que la felicidad debe ser nuestro estado natural, perpetuo. Que cualquier otra emoción, sea tristeza, enojo o frustración, es casi una falla de software en el sistema humano. Y no estoy diciendo que la felicidad sea algo negativo, ni mucho menos, pero la obsesión por alcanzarla en todo momento me parece, cuanto menos, peligrosa.
A veces siento que hemos entrado en un ciclo donde el malestar es casi tabú. Como si no estuviera permitido estar mal, o simplemente tener un mal día. Parece que tenemos que estar siempre bien, siempre sonrientes, siempre mostrando nuestra mejor versión. Y, claro, eso no es real. Lo que me lleva a preguntarme: ¿qué tan lejos estamos dispuestos a llegar para sostener esta ilusión de felicidad constante? Porque, seamos sinceros, la vida está llena de momentos incómodos, imperfectos y caóticos, y es ahí, en ese desorden, donde realmente suceden las cosas importantes.
Recuerdo una conversación reciente con un amigo. Me decía que si no estamos bien, es porque algo estamos haciendo mal. Y me quedé pensando en esa idea, que parece haberse infiltrado en la cultura del bienestar contemporáneo. Es como si el malestar fuera una anomalía que hay que corregir cuanto antes, en lugar de aceptarlo como parte del proceso de estar vivos. Pero yo creo que la verdadera trampa está en esa idea de que el bienestar es un estado perpetuo y estático, cuando en realidad es todo lo contrario. Las emociones fluctúan, cambian, se transforman. Y eso es lo que nos hace humanos.
Y no se trata de demonizar la felicidad, sino de cuestionar esa idea de que siempre tenemos que estar bien, todo el tiempo. De que cualquier desviación del camino "feliz" es un problema. Y entonces me pregunto: ¿no será que, en nuestra obsesión por ser felices, nos estamos perdiendo algo más profundo, algo más real?
Me pasa también en lo personal. A veces, incluso cuando no estoy en mi mejor momento, siento la presión de mostrar que todo va bien. Esa especie de máscara que llevamos todos, donde lo importante es que desde afuera todo se vea en orden. Pero, ¿por qué? ¿Por qué sentimos que no podemos mostrar las partes más frágiles, más vulnerables? Creo que tiene que ver con una cultura que idolatra la felicidad como si fuera la única emoción válida. Y lo curioso es que, cuanto más perseguimos esa idea, más insatisfechos nos sentimos.
Parece una paradoja: la búsqueda incansable de la felicidad nos está volviendo más ansiosos, más frustrados, más incapaces de tolerar el malestar. Y esa obsesión por evitar el dolor o la incomodidad nos está deshumanizando, porque la vida no es una línea recta de momentos felices. A veces es un desastre, a veces duele, y a veces simplemente es aburrida. Pero es en esos momentos, en esos intervalos de caos y calma, donde encontramos significado.
La verdadera pregunta, entonces, no es cómo ser felices todo el tiempo, sino cómo aprender a estar con lo que sea que nos toque vivir. Y es ahí donde creo que radica el verdadero bienestar: en la capacidad de estar presentes, incluso cuando las cosas no salen como queríamos. Porque la felicidad, esa que nos venden como perpetua, es fugaz, escurridiza. Y no hay nada de malo en eso. Lo que sí es peligroso es convertirla en una obligación, en una meta constante que nos condena a sentir que, si no estamos bien, estamos fallando.
Tal vez sea hora de dejar de obsesionarnos tanto con "ser felices" y empezar a aceptar que, a veces, estar mal también está bien. Que hay algo valioso en esos momentos de crisis, en la incomodidad, en el desorden. Porque la vida no está diseñada para hacernos felices todo el tiempo, y quizás sea hora de hacer las paces con esa idea.