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22 de enero 2025 - 14:08hs

En un mundo cada vez más orientado por métricas de eficiencia y resultados inmediatos, la belleza se encuentra en una encrucijada. Reducida a menudo a un adorno, un extra decorativo o una herramienta de conversión, hemos olvidado que es mucho más que eso. Es un concepto profundamente ético, estético y funcional que atraviesa nuestras vidas, decisiones y maneras de interactuar con el mundo.

Desde tiempos antiguos, culturas de todo el mundo han concebido la belleza como algo intrínsecamente vinculado a lo sagrado, lo verdadero y lo científico. Los griegos la relacionaron con la proporción y la armonía; para los japoneses, se encuentra en la imperfección y la transitoriedad, como lo expresa el concepto de wabi-sabi; y para ciertas civilizaciones indígenas, lo bello no puede separarse de la naturaleza y la comunidad. Estas perspectivas comparten una idea central: la belleza no es un lujo, sino una necesidad que conecta a las personas con su entorno, historia y un sentido más profundo de pertenencia.

Incluso en la ciencia, encontramos ecos de esta valoración de la belleza. Charles Darwin, en su observación sobre la cola del pavo real, expresó la incomodidad que le provocaba su existencia: un ornamento desproporcionado y aparentemente inútil para la supervivencia. Sin embargo, esta “belleza excesiva” es una prueba de que la naturaleza no responde únicamente a la lógica de la utilidad, sino que también privilegia lo que atrae, fascina y conmueve. El ornitólogo Richard Prum lo amplió al plantear que la selección sexual, más allá de la selección natural, está impulsada por decisiones estéticas: la preferencia por aquello que nos parece hermoso, aunque sea subjetivo o inexplicable.

La belleza como ética

La belleza tiene un impacto ético porque influye en cómo percibimos el mundo y a los demás. Diseñar algo bello no es solo un acto de creación estética, sino una decisión ética que busca dignificar a quien lo usa, lo contempla o lo habita. Una ciudad con espacios públicos bellos fomenta la convivencia; un objeto diseñado con cuidado comunica respeto hacia su usuario; un entorno visual armónico alivia el estrés y mejora nuestra calidad de vida. Ignorar la belleza en nombre de la eficiencia es ignorar nuestras responsabilidades hacia los demás.

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La belleza como estética

La estética no es superficial. Es la puerta de entrada a nuestras emociones, recuerdos y aspiraciones. Tiene la capacidad de emocionarnos y, en esa emoción, de comunicarnos algo más profundo. Diseñar con belleza no significa hacer algo “bonito” en un sentido banal, sino capturar lo que es esencial para una experiencia: la conexión, el significado, el placer de interactuar con algo bien hecho.

La belleza como funcionalidad

Lejos de ser opuesta a la funcionalidad, la belleza es una parte esencial de ella. Un diseño bello no solo cumple su propósito práctico, sino que lo eleva. Pensemos en un edificio donde la luz natural fluye de manera armónica, en una silla ergonómica que también es un deleite visual, o en una interfaz digital que combina claridad con elegancia. La belleza hace que lo funcional sea más deseable, más humano, más memorable.

Recuperar la belleza en la era digital

Hoy vivimos rodeados de pantallas que nos inundan con estímulos diseñados para capturar nuestra atención, pero no para enriquecer nuestra experiencia. En esta saturación visual, el valor de la belleza parece haberse diluido, reemplazado por soluciones rápidas, métricas de conversión y un minimalismo mal entendido. Sin embargo, este contexto hace aún más urgente reivindicar la belleza como una forma de resistencia frente a la banalidad y el desgaste sensorial.

Como diseñadores, creadores y pensadores, tenemos la responsabilidad de devolver a la belleza su lugar central. Debemos entenderla no como un lujo, sino como una necesidad humana. Incorporarla en lo que hacemos no solo mejora la experiencia del usuario final, sino que también nos acerca a una vida más plena y significativa.

La belleza, como dijo el filósofo ruso Fiódor Dostoievski, “salvará al mundo”. Pero para que eso sea posible, debemos comenzar por salvarla de la lógica económica que la ha reducido a un instrumento de mercado. Es tiempo de reivindicarla como lo que siempre ha sido: un requisito básico, inherente al ser humano, y un acto de cuidado hacia nosotros mismos y los demás.

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