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14 de enero 2025 - 15:02hs

Al morir Franco tenía 82 años y llevaba tres semanas siendo mantenido vivo en forma mecánica y artificial, una manera que encontraron sus allegados para procurar una salida política lo más acorde posible a sus intereses.

El andamiaje institucional de la dictadura de Franco se prolongó hasta 1978.

Maduro, de seguro, sueña con repetir semejante “éxito”: el de prolongar su dictadura mientras le quede un hálito de vida, y si es posible, más allá todavía.

En España todavía se discute cómo fue posible que la dictadura de Franco se extendiese durante 36 años. La represión, la propaganda, la machacona idea de que Franco era un elegido de Dios, la cohesión interna que le daba a las huestes franquistas el haber enfrentado juntos la Guerra Civil, la lealtad de un eficiente elenco de colaboradores, todas esas variables han sido planteadas por los historiadores como parte del cóctel que hizo de aquel régimen un evento (casi) interminable.

El de Franco no es el único caso. Está también la sempiterna dictadura cubana, iniciada en 1959, que logró sobrevivir a su líder Fidel Castro y a sus propios fracasos, y aún sigue. Pero muchos dictadores no han tenido esa suerte; Maduro también debe saberlo.

Siria, por ejemplo, nos ofrece casos de los dos tipos. Hafez Al Assad tomó el poder como dictador en 1971 y recién lo abandonó en el año 2000, solo porque un infarto terminó con su vida. Ya había previsto ser sucedido por su hijo Bashar, quien también parecía destinado a morir en el poder y, sin embargo, no tuvo la misma suerte.

En 2011 Bashar enfrentó una revolución armada que derivó en una cruenta guerra civil con cientos de miles de muertos y millones de desplazados. Con apoyo de Rusia y de Irán, Bashar logró mantenerse en el poder. En noviembre de 2024 parecía haber dejado los malos tiempos atrás y acariciaba el sueño madurista de repetir el récord de su padre: gobernar hasta que el cuerpo dijera basta. Fue entonces cuando una nueva ofensiva de sus enemigos tumbó a su régimen en apenas un mes, como si nunca hubiera sido más que un castillo de naipes.

¿Qué había pasado? El mundo había cambiado. Sus sostenes, Rusia e Irán, enfrentados a otros problemas más graves, no habían podido acudir en su auxilio.

Bashar apenas tuvo tiempo de salvar su pellejo y de huir a Moscú, donde ahora lee las noticias sobre el nuevo gobierno de su país y quizás también sobre un chofer de ómnibus del Caribe que cree que puede mantenerse en el poder para siempre.

Es posible que Bashar haya leído también que Felipe González declaró que a Maduro le pasará lo mismo que a él: “Cada vez está más cerca de lo que le ha pasado al de Siria”, dijo el expresidente español respecto al dictador que tortura y dialoga con pajarillos.

Para Maduro podría ser incluso peor. Porque hubo dictadores que llevaron las cosas a un extremo que ni siquiera huir les resultó posible.

Nicolae Ceaucescu fue uno de ellos. Gobernaba el país con mano dura desde 1967. Pero en 1989 el Muro de Berlín cayó, la gente perdió el miedo y apenas cuarenta días después, una revolución popular estalló en la Rumania comunista. El dictador creyó que con promesas de aumentos de sueldo y la represión del ejército, una vez más controlaría la situación. El error de cálculo le costó caro. Los militares se dieron vuelta. Quiso huir con su esposa Elena en helicóptero, pero lo obligaron a aterrizar. Hicieron dedo en una ruta. Un médico los recogió, pero los abandonó cuando los reconoció. La siguiente persona que detuvo su auto los entregó a los militares rebeldes. Fueron sometidos a un juicio militar sumario. Los condenaron a muerte. Los fusilaron de inmediato.

Todo se filmó.

Un ejemplo más cercano a Caracas es el de Rafael Leonidas Trujillo, otro “generalísimo”, dictador de la República Dominicana, un tirano que -directa o indirectamente- dirigió su país con puño de hierro desde 1930 hasta 1961.

El exvicecanciller chileno Fernando Schmidt escribió en agosto un artículo en el periódico digital El Líbero en el cual comparó a Maduro con Trujillo.

Así como Maduro se robó las recientes elecciones y jamás permitió que se conocieran las actas de los circuitos, Trujillo también organizaba sainetes electorales para legitimar su tiranía.

Recordó Schmidt: “Organizó comicios en 1934, 1942, 1947, 1952, 1957. En tres ocasiones puso a figurones suyos para presidir las farsas y en una de esas, en pleno auge de la democracia como sistema victorioso al finalizar la Segunda Guerra Mundial, autorizó que compitieran dos partidos de su propia creación que, obviamente, no llegaron a sumar ni el 10% de los votos. En las demás obtenía la totalidad. ¡Ni uno en contra!”

Masacrando opositores, Trujillo se mantuvo en el poder hasta que un día de 1961 un grupo de conjurados –hastiados de la crueldad sin límites del régimen- lo emboscó en una carretera y lo cosió a balazos.

Hasta allí llegó Rafael Leonidas. Pero el régimen todavía no cayó. Ramfis, hijo del acribillado, tomó el poder y multiplicó la represión y el baño de sangre. Pero, como le pasó a Bashar, el mundo había cambiado: mientras la oposición interna crecía, en Venezuela había caído la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, en Cuba la de Batista y en Estados Unidos había asumido la presidencia John F. Kennedy. Al año siguiente Ramfis tomó una decisión sabia: huir y refugiarse en España, la de Franco.

Pero Maduro no piensa en huir. Con impudicia, ha vuelto a redoblar su apuesta. Sin mostrar nunca las actas de las elecciones, ha jurado para un nuevo mandato. Ha dejado en claro que no quiere negociar ni entregar el poder. Mientras las cárceles venezolanas se llenan de presos políticos, Maduro sueña ser como Franco.

Pero los dictadores no terminan todos de la misma manera.

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